viernes, 25 de marzo de 2011

Nota aclaratoria

La anterior entrada, Alborada (fragmento), es apenas un esbozo de lo que podría llegar a ser mi primer libro, aún no lo sé. En este blog no se seguirán publicando los capítulos siguientes, al menos no por el momento.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Alborada (fragmento)


Sintió algo así como sueño, como cansancio, algo de frío. No quería, no podía moverse, entonces me mandó a mí que soy ella cuando no quiero ser yo a redactar, porque, si desenmarañamos ese jueguito de palabras, no es más que una misma dictándose a sí para que la otra escriba. ¿Será que eso le agrada a la doctora? ¿y a los compañeros y profesores de filología? ¿a los de filosofía? ¿qué innovación es esa? ¿es innovación?
Lo que pasa es que le cuesta mucho no escribir en primera persona, en "Yo", como le dice a sus amigos más cercanos para explicarles que salirse de su personalidad y contar historias de otros le resulta imposible. Desprenderse de ese pronombre, que no de su ego porque a duras penas lo tiene (y está atrofiado), le hace creer que lo que escriba perderá toda pasión, veneno, miseria, angustia y soledad.


Como yo, aprendió a escribir en un diario. Cuando yo era ella o ella se convertía en mí, nos dedicábamos mañanas y tardes enteras a describir lo que sentíamos, de nuestras angustias, la menstruación y ese tipo de cosas que suelen atormentar a una niña de trece años. Así empezamos y aquí estamos, intentando crear nuestra primera novela, o ensayo, o autobiografía, cuento, reportaje, como le quieran llamar. Ya ven, para los filósofos nada es filosofía, para los literatos nada es literatura, y menos si no hay ficción de por medio. ¿Pero, qué van a saber ellos qué es ficción y qué no? Muchas veces he leído cosas escritas por mí que luego me parecen inverosímiles; sin unicornios, sin sirenas, pero bastante fantásticas.
Por ejemplo, escribí amigos. Estefanía no tiene alguno desde que fue recluida en ese lugar en el que toman vida (aunque allí la muerte se lo tomó todo) los hechos que se relatarán en esta historia. Digamos, más bien, que se trata del lugar en el que se desarrollan algunas de las escenas que trataremos de describir -porque escribir que yo escribo es pretencioso. Advierto, eso sí, que como nos embutían litio, Rivotril, Valium y un montón de drogas psiquiátricas cuyos nombres no logré retener durante mi estancia de dos años en Alborada, los hechos, por el bien de la literatura, los pacientes, la psiquiatra, los operadores y las señoras que aseaban la clínica no tienden a ser muy precisos. Se verán afectados, creo, por lo que yo creo que pasó, por algo de ficción y de recursos retóricos, como también por la demencia que me acecha cuando recuerdo los momentos vividos durante aquellos años, y también por un poco de memoria, que es esa, finalmente, la que le dará el toque artístico a todo esto.
No, nunca he leído a Foucault. Ni siquiera he llegado a hojear algún libro suyo. Tampoco a Nietzsche, ni a Deleuze, ni a Freud, ni a ninguna autoridad académica. Pese a que me matriculé en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia en 2001, recién me gradué como bachiller, sólo recuerdo haber leído La Apología de Sócrates y Las Nubes, de Aristófanes. Lo que sé, lo muy poco que sé, fue porque ponía atención en clase, sin tomar nota para no perder el hilo. Leer filosofía es demasiado complicado para mí, y entenderla se me hace imposible. Aún así logré ganar varios semestres con muy buenas notas, y no porque hiciera trampa en los exámenes o el nivel académico de la universidad fuese mediocre, sino que, como dije, ponía atención en clase y era muy sincera, lo bastante sincera como para admitir frente a mis compañeros que se creían la promesa de esa materia y el futuro de la humanidad, que eso de leer a Aristóteles era como leer a Cantinflas, sólo que don Mario era más entretenido.
Y es que resulta que a dos meses de haber comenzado mi primer semestre, me vi rodeada de circunstancias que sólo ahora logro comprender. No, lo que logro comprender es por qué no terminé filosofía, ni derecho, ni ninguna de las carreras que he empezado. Mi abuela Lucinés, la que me crió y sin haberme parido me dio la vida, tenía un cáncer de páncreas por el cual la desahuciaron. Yo vivía con ella, yo vivía por ella, ella y yo éramos partes de dos mitades que se complementan. Y ya desde niña, cuando empezaba a escribir, también empezaba a beber. No me fue difícil entonces dedicarme a esto último, lo hacía todos los días después de clase al frente de la Universidad, en un lugar al que todos conocen como Bantú. A decir verdad, para mí fue el paraíso ver que mis compañeros, casi todos unos parásitos "gotereros" (así los puso mi abuelo) estaban dispuestos a seguir mi ritmo de vida y de algún modo acompañarme para perderme. Tomábamos un vino llamado Tipicalísimo cuya garrafa valía menos de un dólar, pero con el tiempo, fue hastiándonos con su sabor, así que le echábamos Halls y cerveza para modificarlo un poco. Como mis papás y mis tíos estaban pendientes de mi abuela, a quien no fui capaz de ver sufrir en sus últimos meses, yo entré un descontrol y en una decadencia exquisita, dignos de ser reseñados en otra historia, por otro autor. Al menos eso me han dicho.
Mi abuela se murió el 15 de agosto, cinco días después de haber cumplido sus 75 años. Cuando llegué a la casa, ya borracha, saludé a todos, lloré y llamé a mis amigos más entrañables de ese entonces, mis compañeros del colegio durante el grado once, y les pedí que me llevaran a beber a algún lado. Todo era beber. Por cualquier cosa.
Hay algo que siempre me ha sorprendido en mí. Desde que tenía diez años, anhelaba con toda mi alma ser algún día en algún manicomio o clínica de rehabilitación y terminar con mi hígado a punta de alcohol. No quería ser ni médica, ni filósofa o abogada, ni siquiera princesa. Quería crecer y ser loca y alcohólica. Esos sueños, por llamarlos de algún modo, todos, se convirtieron en realidad. Tal vez si en ese entonces hubiera fantaseado con casarme y tener hijos, una profesión, algo así, no lo hubiera conseguido con la exactitud que conseguí esas otras cosas. Es más, ya a mis 22, aunque no por beber sino por otras cosas, había logrado que me transplantaran el hígado. Y para cuando tenía 22, ya había pasado por unos cuatro manicomios y una clínica de rehabilitación. En términos religiosos, es como si el Diablo escuchara todas mis plegarias y Dios se hiciera el bobo. Algo así. Aunque prefiero creer que Dios estima tanto el sufrimiento, que es el rubro espiritual, que algún día seré compensada a la inversa. No puede ser que las oraciones de una niña de diez años, sin conciencia de lo que iba a ser su vida como la estaba pidiendo para entonces, sean más poderosas que las súplicas de una mujer de 20 ó 28 años a la que nunca se las atendieron. No, yo no me voy a quejar de Dios. Yo misma me labré mi destino, nada de eso fue culpa de Él. Nada es culpa de Dios. Ay, a los diez años todo eso me parecía tan atractivo, tan halagador, tan emocionante... cuando todas mis compañeras del colegio estaban aprendiendo a maquillarse, yo hacía un gran esfuerzo por volverme adicta al cigarrillo. Y luego, luego al alcohol, porque es que todos los borrachos de mi familia me parecían fantásticos. Ah sí, también soñé con ser mendiga y por unos meses lo conseguí.
Es esta entonces la historia de la consumación de ese anhelo de estar algún día en una clínica de rehabilitación.

Nota aclaratoria: La anterior entrada es apenas un esbozo de lo que podría llegar a ser mi primer libro, aún no lo sé. En este blog no se seguirán publicando los capítulos siguientes, al menos no por el momento.