sábado, 18 de abril de 2009

Fumar, niña, ¿qué más?

Recuerdo bien que a mi abuela ya le habían diagnosticado el cáncer que se la llevó. Tenía ganas de llorar. Entonces, para evitarlo, prendió un cigarrillo.
Cuando mataron a mi tío Rodrigo, en los años 80, en ese Medellín que murieron tantos porque sí, ella se escondía para llorar. Varias veces la encontré contra una pared o detrás de una puerta, varias veces la encontraron sus hijos, pero jamás lloró en público, porque si la debilidad se la encontraba, ella se ocultaba, y entonces, en un rincón derramaba mil lágrimas u ocultaba el llanto prendiendo un cigarrillo. No fumaba casi, así que supongo que su llanto solitario era frecuente o que, tal vez, lo amainaba haciendo otro tipo de cosas: bebiendo, por ejemplo, tragándoselo quién sabe en dónde.
Si cuento esta infidencia tan suya, tan supuestamente en secreto, es porque yo desarrollé esa misma habilidad. Fumo compulsivamente para ocultar un llanto que no siento venir, imperceptible ya a mis ojos y a mi estómago, fumo porque... "niña, ¿qué más?" Y en ese qué más ya se quemaron la "W" y el dos de mi teclado, el suelo está lleno de cenizas, como de cenizas puede estar hecha el alma de alguien que amó hasta calcinarse. Eso último no es un recurso retórico. Yo amé así, no me refiero a nadie más, aunque ese no sea el punto, y aunque no me quede bien en mi redacción.
De todos modos, no sólo por amar se me ha ido calcinando el alma. Vivir en Medellín consume tanto o más que eso, hasta el punto, quizá, de que termine yo como mi tío Rodrigo, aunque no con siete disparos entre la cabeza y el pecho... es que vivir acá es una constante agonía, un cosquilleíto que al respirar dan ganas de fumar para no llorar, un desesperito tan hijueputica que sólo en diminutivo cabe describir, porque es que es como esos pedacitos de vidrio que se quedan después de haber limpiado el vaso roto y se pisan o se tocan con las manos y cortan y duelen y se entierran peor que el pedazo vidrio grande, y se meten entre los dedos o en las palmas o en las plantas y son, sencillamente, insoportables. Como esas astillas de la madera, como piedritas dentro de los zapatos. Como todo eso junto, así se siente vivir aquí, ¡maldita sea! Y Fulanito es primo de Fulano, que también conoce a Mengano, primo de Menganito, y Menganito es amigo de Tal y ese Tal es íntimo de Pascual. Entre la endogamia y este ambiente pueblerino suscitado en una ciudad que quisiera ser moderna tanto en forma como en fondo, termina uno por punzarse el alma con las astillas, los pedacitos de vidrio y las piedritas en el zapato, mientras el espíritu se va amargando y los sueños se encierran y se consumen en sí mismos al verse encerrados en medio de este valle de montañas que alejaron al mar para maldecirnos con su aciaga y enorme inmensidad.
Uno se cansa de estudiar porque son las mismas tres malditas universidades. Uno se cansa de buscar compañía porque son los mismos tres apellidos combinados entre sí: Vélez, Uribe, Posada, Posada, Vélez, Uribe... y Restrepo. Todos tenemos un Restrepo y por algún lado eso nos hace primos del pobre Ñito y también primos de nosotros mismos en todos los grados posibles. Y uno se cansa de comer porque siempre es arepa con frisoles o frisoles con arepa y arepa con quesito y esas tres cosas lo acompañan todo. Y uno se cansa, por lo mismo, de la literatura y la filosofía, del pensar, del saber, del ser; porque es que cuando un sábado, por donde uno pasa, todo huele a frisoles (así les dicen acá) y a bandeja paisa, el plato típico, eso empieza a saber en la cabeza y a la vez en el paladar. Así que mejor es fumar, creo yo, para atrofiar el gusto y el olfato, para que sólo huela al humo del cigarrillo, al alquitrán y a la nicotina, ya prohibidos en todos los espacios públicos, ¡Bendito Dios!, para que así no huela también todo y pueda escaparse uno, al menos, en este sabor a cáncer y enfisema. ¡Maldita ciudad! Ojalá hubiera acabado con vos Pablo Escobar.