jueves, 16 de abril de 2020

Bruna

Qué bueno, al fin voy a poder decir arreboles y usar un montón de expresiones meteorológicas, que son tan sonoras, tan bonitas, ya tan en desuso que en cuestión de dos días van a parecer cultismos o arcaísmos, no quiera la RAE ni lo vaya a mandar. 

Mentira que no, qué pereza. Hablar de lapsos es tan aburrido como contestar al cómo estás de aquella gente. No sé por qué en vez no dirán hola o quiay o quiubo, o alguna cosa menos impertinente e invasiva, tan incómoda, casi colonialista. Y lo es porque hablar de lapsos, en este caso un día, es contar qué más, qué has hecho, cómo estás, me haces un favor. Eso o, lo que es peor, la relatividad del tiempo en estos tiempos, y ni que uno fuera Borges o Abad (en el otro extremo, en el subsuelo, quiero decir) para salir con “el día es la existencia” o cosa similar, yéndose por París o por La Ceja, sepa uno. ¿Sí ve? Ya estoy cayendo en eso, y que si el Sol, que si la vida, Oriente, Meca, mi mamá que está allí al frente, cruzando la pared, mñej. 

Encima del día está siempre la noche, pero siempre; superpuesta, devorante y envoltoria, maternal oscuridad sin lunas que consuelen.

Durante el tercer día del motín, creo que en el último episodio de la quinta temporada, al despertarse de lo que creo que era un coma medicamentoso, Suzanne se dio cuenta. Lo repetiría para dar una referencia exacta, pero como un día antes empecé a volver a ver esa serie, ya no soy capaz 

jueves, 19 de marzo de 2020

Cállense, perros

Necesito que los perros se callen para volver a escribir. No, no es una referencia a esa frase atribuida a Cervantes, ni una metáfora. O puede. Es una imagen recurrente que se me viene a la cabeza cada vez que me preguntan por qué ya no lo hago, y es que siento su aire caliente en la nuca, aunque cierre los ojos y me tire al piso para no verlos. Tienen unos colmillos enormes y un aliento a perro, que para mí es un olor, lo siento, bastante, pero bastante desagradable, pues desde niña me enseñaron que olían horrible, hasta que aprendí que así era. 
Y ladran muy duro y eso me asusta muchísimo, pero bastante. Es, tal vez, como ese animal repugnante que tenía tres cabezas y la cola de serpiente, que habita en mi cabeza, como si ella fuera el Hades y yo también. ¿O no es el infierno un estado del alma que habita en el cuerpo? Y también ese ser, y tantos otros. 

Necesito que dejen la bulla porque hay un pedacito de mí que me exige escribir y volver a hacerlo con la fruición y la frecuencia con la que antes lo hacía, pero su babaza me empegota un brazo y de algún modo, por el asco, me paralizo. 

Yo necesito ponerlo a dormir, despedazarlo, volverme Hércules (aunque no sé bien si sí pudo vencerlo porque para mí el único que existe es el de Oce Upon a Time y no sé, ni tampoco voy a molestarme ahora por averiguar si en los relatos antiguos estos de algún griego lo venció. En la serie no, aunque después sí, con la ayuda de Blancanieves, que ahí es, gracias a él, tremenda arquera) ¡perro corrector! ¡Arquera es una palabra válida! ¿Cómo me vas a subrayar a mí, pendejo, a mí, qué palabra «existe»?... ¡ya me desconcentré! ¿Esa tampoco! 

¿Qué? Los olfatos son aprendidos, como todo. Somos todos un cúmulo de taras a las que orgullosamente llamamos sabiduría, aprendizaje (como si eso fuera necesariamente bueno), animales sumamente adiestrables y sujetos a que nos configuren a conveniencia. 

Ahí viene ese maldito animal en manada, veloz, mostrándome sus dientes, hediendo a tapete mojado con purina y carne cruda. Chao.