jueves, 20 de agosto de 2009

Miss Socorro

Ojalá uno pudiera escribir cuando se está dando un baño de agua caliente... ¡es tanta la inspiración! Hace un momento, en la ducha, me vinieron a la cabeza un montón de ideas y cosas que puedo escribir aquí, ya confusas, como si se hubiesen secado al mismo tiempo que el agua que corría por mi cuerpo, y con esa misma abundancia y de la misma claridad del agua, eran las ideas que tenía. ¿Qué se le va a hacer? Aún no inventan ordenadores que se puedan mojar, ni un papel y una tinta que no se dañen ni se corran mientras miles de gotas caen sobre ellos, ¡qué lástima! Siendo así las cosas, me toca proceder "en seco", no hay de otra.
Todas esas ideas, que se me venían hace unos minutos a cántaros, se perdieron. He olvidado de qué tanto iba a escribir, o es que tal vez quiero posponer mi historia sobre Socorro, un personaje real pero fantástico que marcó mi vida de manera trascendental, si se me permite un término tan filosófico para una redacción tan fatua como la que he venido desarrollando desde el principio.
Me es imposible no echar mano de las canciones de Gloria Trevi, aún tan presente en mí. Recuerdo que, cuando en 1998 cantó un pedacito de "Doña Pudor" acapella en un programa de televisión, poco antes del escándalo, la primera persona en la que pensé fue en Miss Socorro Escobar Correa, rectora del Colegio Colombo Británico de Medellín durante un periodo larguísimo, institución en la que cursé el preescolar, la primaria y el bachillerato y cuya presencia fue absoluta en todos y cada uno de los días que por desgracia pasé en ese colegio. Nunca, jamás, pude ser feliz allí. Entré de 3 años y salí de 17. Todo allí, no sólo el uniforme de diario, era gris: grises las rejas que ponían detrás de las ventanas de los salones, grises las áreas comunes y de recreo, porque las únicas zonas verdes que tenía mi colegio, no es chiste, eran los tableros, cambiados luego por unos blancos de acrílico para la modernización de un instituto en el que la modernidad, con Socorro en la cabeza, no podía tener cabida.
Tengo recuerdos de niña,
recuerdo a Doña Pudor.
Recuerdo que se tapaba
el cuerpo
de los pies hasta el cuello
con recatación
Tenía la sonrisa podrida
porque nunca la usó
Por eso las cosas de su
boca salían apestosas,
llenas de rencor.
Eso sí, ella era muy decente
porque nunca se enamoró
Pero en sus noches calientes
¡cómo se arrepintió!
Estaba ya en décimo grado, sólo faltándome uno para graduarme y a mí se me ocurrió llevar el versito a la revista estudiantil para publicarla, la cual estaba bajo el mando y edición de ella, por supuesto. Nunca, a nadie, le dije que era para Socorro, ni siquiera lo insinué, pero muy bien me conocía la señora y del rencor que sembró en mí desde la primaria era muy consciente. De inmediato se dio cuenta y lo vetó. Tuvimos que aguantar una semana entera de discursos sobre las bondades del pudor, carteleras con frases suyas que mandó a colgar por todo el recinto, una de ellas que daba justo al frente de mi salón, más una visita a la rectoría durante la que quiso adoctrinarme (como cosa rara) en las bondades de la castidad, contándome que a sus 72 años aún era virgen, que si no era por el pudor que aún sentía se hubiera perdido en los placeres de la carne y en los vicios del cuerpo. No era ni monja, aunque todo lo que hacía se le pareciera, y ni siquiera tuvo una educación religiosa porque su formación como docente la tuvo en el Central Femenino de Antioquia, siendo compañera de mi abuela Lucinés (por cierto), de quien era prima por todos los flancos posibles. Después estudió en la Cuba de Fidel, por lo cual era imposible que tanta carajada se le hubiera metido en el alma. Tal vez todos esos dogmas fueron quedándole de su soltería, a lo que en Colombia llamamos 'beatitud', yo qué sé. Y el colegio ha sido siempre laico, fue fundado por unos ingleses a mediados de los años 70, por lo que no era comprensible que nosotros tuviéramos que ir a misa como los estudiantes de Alcázares y Pinares, ambos del Opus Dei, o los del San Ignacio, el San José de la Salle o el Jesús María, todos ellos pertenecientes a comunidades de curas y de monjas. Se nos daba catequesis tres veces a la semana en el bachillerato, cuatro en la primaria, superando las horas de lengua materna y ciencias exactas. Nos daba esa clase Miss Conchita, otra pobre solterona que, al igual que Santa Teresa de Jesús, entraba en "trance" a la hora de la oración, es decir, tenía orgasmos la señora, pero eso lo vine a saber años después, muchos, cuando conocí la sitomatología de estos y pude reconocer que sus gemiditos, el pegar sus manos al cuerpo y fregarlas contra el pantalón, todo eso, correspondía más a una respuesta sexual que animal, que era lo que nos parecía cuando estábamos chiquitos: que a Miss Conchita la poseía alguna fiera.
Si alguien me preguntara a quién se parece Miss Socorro, sin vacilar diría que a Úrsula, la villana de la película de Disney "La Sirenita". Era idéntica. Y al igual que Úrsula a Ariel, Socorro me perseguía para quitarme la voz no por los siete mares, sino por los siete rincones que pudiera tener esa cárcel a la que por formalismo le dieron el nombre de colegio. Si cantaba, me vetaba las canciones. Si escribía, no me dejaba publicar. Si leía, mandaba a recoger, como en tiempos del Index y la Inquisición, todos los libros de Nietzsche, Sartre y Camus, e inclusive quitó del currículo a El Extranjero, que se leía en el último año, nada más porque la historia de Mersault, que no se inmutó con la muerte de su madre, tan ateo según ella, logró cautivarme por ese entonces. Yo estoy utilizando sus expresiones, no las mías, porque sé que ese libro trata de cosas más complejas, que algo he aprendido en la vida a pesar de la educación que recibí. Y si me pintaba el pelo de algún color, me devolvía para la casa hasta que volviera a teñírmelo de negro, y si me ponía un piercing, me lo hacía quitar, y si me pintaba las uñas, me las despintaba... era como si se hubiera obsesionado conmigo y quisiera que yo fuera como ella.
El jueves pasado me dijo mi mamá: ¿cierto que usted no puede odiar a los viejitos? Porque odiar a los viejitos es como odiar a un niño. No, yo no odio a los viejitos, le dije, al contrario, olvidándome de Socorro, un año menor que mi amada abuela Lucinés. Me contó que Socorro tenía Alzheimer.
Y no, en realidad yo no puedo odiar a los ancianos, ni aunque tratándose de Socorro fuera la cosa. Pero yo sí puedo odiar su recuerdo, odiar el momento en el que, un día antes de la graduación, me hizo llorar como nunca lo había hecho prohibiéndome dar un hermoso discurso que había escrito con mi mejor amigo de entonces para la ceremonia, nada más porque no íbamos a misa con la frecuencia debida. Ahora que su mente se ha perdido en un laberinto de recuerdos pretéritos, puedo aún cantarle Doña Pudor, y sentir el sano odio que en las noches se adueña de mí cuando el recuerdo de todas estas cosas me invade.
Pobre Socorro. Ojalá que sus lagunas mentales sean de un tamaño tan grande que no pueda recordarme. Ya, por lo menos, no voy para ella que el deseo la persiga.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Sobre este blog

Pensaba que este blog no tenía las entradas suficientes, pero ahora me doy cuenta de que tengo las necesarias, a pesar de que mis pocos lectores pidan más, quizá un libro que prometen comprar, o entradas a granel para matar su tiempo.
Lo que pasa es que, para decirlo de algún modo, soy demasiado exigente conmigo misma, ¡mucho! No suelo darme licencias, y cuando lo hago, es porque me veo en la obligación de desnudarme nuevamente frente al lector y mostrarle que sí, que efectivamente aquí estoy y que esta tarea que a veces se me vuelve titánica (la de escribir) y que a la vez me es tan necesaria no ha sido olvidada.
La gente es sumamente descuidada cuando escribe en la red, por no decir que dejada. Me he dado cuenta al leer el blog de Saramago, de quien esperaba una redacción igual de impecable a la que he encontrado en sus libros. De repente le encuentro errores de ortografía y me pregunto si será su señora esposa quien se permite esas licencias o si él, ya octogenario y haciendo un gran esfuerzo por estar en este medio, se aventura a escribir el Español como lo sabe y por eso encuentra uno, de repente, expresiones en portugués. No, no porque sea octogenario... mientras más viejo, siempre lo he creído, se es más sabio, así que no es por su edad. De todos modos, creo también, aquí la gente no se esfuerza por ser grande, o no tan grande como se es en una hoja impresa, pues tampoco le quiero quitar el valor que merecen sus letras electrónicas, de todos modos muy inferiores a las que encuentro en el papel. Insolente, me dirán, pero yo lo veo así, aún cuando su Cuaderno sea muy superior a los demás blogs que me encuentro en este espacio, por supuesto.
¿O será, acaso, que así escribe uno cuando no lo hace con lápiz y papel? ¿será que puedo escribir mejor cuando hago un borrador en mi cuaderno, con mi portaminas y luego, al teclearlo, lo mejoro? Tal vez. O tal vez porque nunca he tenido un editor ni he permitido que toquen lo que escribo cuando voy a publicar, porque prefiero ser responsable de mis errores y no de los de alguien que ni me conoce, ni sabe cuál es el tipo de puntuación que necesito, que a pocas vueltas, no es otra cosa que mi ritmo cardiaco, mi respiración, mi manera de hablarle a quien me lee, los vicios que he adquirido de leer a Saramago, Borges y otros tantos que no quiero mencionar para no parecer una torpe erudita que quiere demostrar que todo lo ha leído.
De todos modos, haber leído unas cuantas entradas de El Cuaderno de Saramago me impulsó a escribir esto, cosa que tenía pensada para hacer a finales del mes... y entonces me digo ¿qué importa si mi blog es solamente de cosas mías, con tono íntimo? Si hasta donde sé sólo me leen mis amigos o conocidos, consciente estoy de que esta página no es, ni mucho menos, de las más visitadas de la red; ¡vamos!, ni siquiera es la más visitada por mí, que me la vivo entre el Twitter y el Facebook.
Además, cuento con la fortuna de extenderme cuanto yo quiera y de decir lo que quiera, ni sé por qué entonces manejo tantos miedos a la hora de publicar algo aquí... ¡todos lo hacen! Desde las quinceañeras que se van a pasear en cruceros y cuentan sus aventuras hasta el gran José Saramago, y desde quienes no tienen idea de poner una coma hasta los que creemos que las sabemos poner (todas)... total, ¿quién está con un lapicero rojo para ponerme un 1,0 ó un 5,0? ¿qué directora del periódico me dirá esta vez que no diga esto o aquello porque no va con la línea de pensamiento del diario? Mi peor jefe, mi peor tirana soy yo misma, y ya es tiempo de romper con todo esto porque de algo tendré que vivir, que ya son 26 los años que tengo y eso de pedirle plata a mi mamá está muy jodido cuando no estudio ni trabajo y ya va siendo hora de que empiece a valerme por mis propios medios, para poder beber sin tener que pedir permiso, para coger el carro (mío) a la hora que yo quiera e ir adonde me plazca.
Por eso, esta vaina de escribir, se me ha vuelto imperativa.