domingo, 14 de febrero de 2010

Xentimiento

Aunque el día de San Valentín no se celebra en Colombia, a propósito de esta fecha quiero contar la historia de un amor muy grande, que surgió gracias al amor, como surgen todas las cosas buenas.
Todo el mundo sabe que soy hincha del Deportivo Independiente Medellín, hincha a morir, furibunda, de esas de hueso colorado como dirían algunos amigos. Lo que muy pocos saben, o quizá solamente la gente a la que acompañé aquella noche de 1989, es que yo celebré el triunfo de Nacional, nuestro adversario eterno, en la copa Libertadores. No, yo no soy hincha sandía. No tengo nada verde -si acaso, algunos dolaritos, pero de ahí en fuera, nada más. Ni siquiera la marihuana me la fumo verde para que me ponga los ojos rojos, como decía un ex novio mío, porque la marihuana jamás me ha gustado. Lo que pasa es que en mi casa todos eran y siguen siendo hinchas del Nacional: mis amadísimos abuelos, que ya se murieron, y mi tío Rodrigo, que no alcanzó a celebrar ese regalo que le hizo Pablo Escobar Gaviria a su equipo, porque un año antes, gracias a la violencia que propició en la ciudad, fue asesinado a balazos.
Resulta que yo sólo tenía seis años y poco gusto por el fútbol. Distinta a mi hermana, que podía ver partidos completos con sólo tres años, yo no soportaba más de un minuto viendo correr el balón, me aburría, me desesperaba, no le encontraba sentido, y creo que era más porque estaba viendo siempre jugar a un equipo que no me apasionaba, que porque el fútbol me pareciera abstracto. Para entonces no sabía, en realidad, que había otro equipo en la ciudad y que, pese a que no contaba con los títulos del feo verde, podía ostentar de la pasión más grande que jamás ha existido entre equipo alguno y sus seguidores. Y yo, quijotesca desde que me conozco, no sabía de la existencia de aquel séquito, ni de su equipo, como tampoco de sus luchas, sus lágrimas, sufrimientos y derrotas.
Cuando tenía ocho años, conocí a Mauro Correa, el primer hombre al que amé. Y digo amé porque no se trataba solamente de un enamoramiento infantil o un capricho adolescente, a él lo amé desde el primer momento en que lo vi con su camisa roja y azul montado en su moto y subiendo las lomas de La Cola del Zorro en ella hasta el día que conocí a Juan Pablo Ruiz, a punto de cumplir veinte, vestido con camisa blanca y pantaloneta roja. Mauro me enseñó a hacer malabares en bicicleta, quitó de su trono de emperador enano a Santiago Vázquez (hincha del Nacional, el América y cualquiera que ganara) y le dio golpes a todo el que a mí me parecía "malo". Era moreno, musculoso y corpulento desde chiquito, de ojos rasgados y brazos de acero; tenía una nariz horrible, pero, a mis ojos, era encantador. Lo idealicé de tal manera, que aún hoy los hombres de su tipo son los que me gustan, si bien él ya no despierta nada en mí, o acaso sólo recuerdos bonitos de noches párvulas jugando a las escondidas, noches intensas detrás de los árboles dándonos el primer beso, noches negras y de llanto cuando se fue a vivir a otra unidad (por allá en el 98). Como Penélope (la de Ulises y la de Serrat) me quedé esperándolo, pues prometió que regresaría para el Mundial de 2002. Como la Penélope de Serrat, por poco enloquezco y me quedo sentada en la estación esperando a un hombre que ya no era al que esperaba, y a punto estuve de quedarme una vida entera, como la de Ulises, esperando al otro, a Juan Pablo, si no es por un trabajo exhaustivo de psicoterapia y autocontrol que en el momento no viene al caso explicar.
Mauro era hincha del Medellín. Mauro era el mejor jugador en la cancha, el que hacía los goles, el que los tapaba, el que pasaba la pelota para que los hicieran. Mauro nadaba y quedaba campeón. Mauro jugaba tenis y nunca perdía. Mauro, a fin de cuentas, era como mi súper héroe encarnado en muchacho, el hombre con el que soñaba casarme y tener hijos, el que primero me despertó el deseo sexual y construyó las fantasías de esa índole en mi imaginación y mi vientre.
Para el año 2002, el Poderoso, el Deportivo Independiente Medellín, logró colarse a la fincal de la Copa Mustang en su torneo de clausura. Jugaría en Pasto el 22 de diciembre, así que tenía la esperanza de reencontrarme a Mauro en la ciudad que tanto he odiado, tan pequeña para tantas cosas, tan inmensa en cuestiones de reencuentros. Me vestí con una camisa roja y salí al Parque Lleras, a media cuadra de la casa de mis abuelos, a ver esa final. Ah, también me puse unos tenis rojos que se me perdieron en la celebración y no sé cómo llegué a mi casa, tres días después, con unos pares izquierdos. Me enamoré del Medellín y del fútbol. No, todavía del fútbol no, eso fue por culpa de Juan Pablo, yo me enamoré ese día fue del Medellín, como queriendo hacer que el amor que sentía por Mauro desembocara en algo relacionado con él y sus más puros sentimientos.
Meses después, el 8 febrero, me internaron en Alborada. A Juan Pablo lo internaron el 18, y a él también lo amé desde que lo vi. Lágrimas brotaron de mis ojos, no exagero, ni hago hipérboles para magnificar ese momento, en realidad lloré con sólo mirarlo. El porqué no lo sé, si yo no suelo llorar, mucho menos así como así, pero lloré. Y a él, como a todo el mundo, lo reté diciéndole: yo soy hincha del Medellín. Cuando me dijo "yo también, hijueputa", volví a llorar.
Ese año jugamos la Copa Libertadores nosotros. Fuimos juntos a todos los partidos, lo recuerdo bien porque ninguno de sus besos los he olvidado. Me refiero a que, cada vez que Medellín hacía un gol, él me daba uno, me abrazaba con euforia, me apretaba contra su hombro con fuerza y me acariciaba la cabeza. Los goles y las jugadas no los puedo recordar, a mí no me gustaba ver jugar ese deporte, ni tampoco estaba para hacerlo cuando tenía a ese hombre a mi lado: me pasaba los 90 minutos mirándolo a él, contemplándolo, viéndolo comerse las uñas y gritándole al equipo contrario. Recuerdo que antes de un partido con Gremio me regaló una gorra con las tres estrellas que recién ostentábamos. La guardé con más cuidado y recelo que como guardo un balón oficial autografiado por todos ellos y una camisa que regalé de Amaranto Perea también firmada por todo ese equipo.
Él se fue de la clínica, y también de mi vida. Sin embargo, la única manera de serle fiel era yendo al estadio domingo tras domingo, al principio buscándolo, después alentando al Medallo. Aprendí a ver partidos, con el tiempo los disfruté, el Medellín era desde entonces mi único y verdadero amor, al que no querría ni podía serle infiel, al cual le guardaría lealtad, amor y fidelidad eterna en las buenas y en las peores, con el único que me comprometería a entregarme en cuerpo y alma en todas las situaciones y contra lo que ni siquiera el amor de mis abuelos, ni siquiera su memoria, puede luchar. Creo que sólo el amor genera este otro tipo de amores eternos, y por eso, en esta fecha, estoy celebrando ser hincha del Campeón de Colombia.