martes, 17 de enero de 2012

Primer intento

Cada vez que empiezo a escribir, bien sea aquí, en Facebook o en mi cabeza, me da algo así como miedo, algo así como culpa, algo así como algo que yo desconozco. Borro y borro y me da taquicardia y me duele la cabeza, el estómago se me encoge, o tal vez sea el esófago; a ninguno los distingo porque ambos me duelen y se encogen por igual. Ha de ser que se trata de los dos. Pienso en preguntarle a mi papá, papi, ¿hasta dónde me llega el esófago? Pero no, ¿para qué le voy a preguntar eso? Da igual. Lo que importa es que es adentro. Aquí. Aquí donde empieza el llanto, hasta donde se consuma, en este otro aquí, al encharcar los ojos. Hace mucho, por cierto, que no logro fabricar lágrimas, al menos no de esas que ruedan por las mejillas. La cosa, tan desoladora en donde la siento, se queda en esa aguasal insignificante que humedece la retina, retenida por las pestañas, como si ese pelambre fuera tan fuerte, tan espeso, que toda la tristeza y toda la rabia que me vienen carcomiendo desde septiembre, quizá desde hace más, fueran tan poca cosa, tan pequeñitas. 
Me he quedado horas y horas escribiendo ese párrafo. Vuelve ese algo así, y esta vez me paraliza. Supongo que es la sobriedad o, para no ofender a esa gente que lleva tanto tiempo sin beber y que con tanto esfuerzo lo ha conseguido, diré que estoy abstemia. Además porque me acuerdo de ese pobre animal que había en el centro de rehabilitación, una perra bautizada Sobriedad por otros pobres hombres en estado de animalidad: los pacientes. A los pacientes, que no los dejan hacer nada, que no están en condiciones de nada, los dejaron llamar así a la perra, sobriedad, y a la clínica alborada. Sí, sin la coma, la clínica se llama Clínica Alborada, no clínica La Alborada, me recalcaron siempre. Llegará el día en que no tenga que explicar eso. Me refiero a las comas que pongo y que no pongo, porque tal parece que de Alborada siempre tendré que darlas. ¿Esa perra estará viva? No es una pregunta muy suelta. Entramos dieciocho pacientes, léase 18, y de esos ya hay nueve muertos. Lo otro era una coma explicativa que si bien es fundamental, no la quiero poner por otra razón fundamental. Otros andan en la indigencia. Juan Pablo les besaba el hocico a la perra y a Semilla, su marido. Ahí pude obviar esa coma sin que nada hubiera pasado: Semilla su marido. Porque ¿qué? Eso se ha venido muriendo la gente y es como si de comas se tratara. "Me importa un comino". Pues a mí, una coma. Es decir, mucho.
Había dejado la escritura como castigo. En Alborada también me prohibían, entre muchas, muchísimas cosas, escribir, pero yo lo hacía al escondido. Prohibido estaba el Listerine, el Glade ambientador en aerosol, los Quipitos, hablar como hablábamos en el consumo, compañera, escuchar rancheras, beber Coca Cola como si fuera alcohol, hablar en inglés, tomar tinto después de las seis, recibir llamadas de ciertas personas, leer a Dostoievsky, Chejov, Cortázar, pensar mucho, tomarse de la mano con Juan Pablo, besarse con Juan Pablo, desvelarse con Juan Pablo, acostarse con Juan Pablo, dormir con Juan Pablo, hacer el amor con Juan Pablo. Dormir y acostarse era dormir y acostarse. Hacer la siesta, amanecer juntos. Abrazarse.
Por eso, de vez en cuando, a cierta gente, con toda el alma, le digo gonorrea. También porque así hablaba en el consumo. Hablaba como indigente. Hablaba como los muchachos de Medellín que estudiaron en la universidad y en el colegio conmigo, gente de la clase alta que adoptó el lenguaje de los sicarios y los sicarios, a su vez, adoptaron el lenguaje de los gamines. Como las mujeres nunca pude hablar, pese a mis esfuerzos. No se me dio porque no me nació ser tan zalamera. O no me nació porque no se me dio ser tan zalamera. Pero en el fondo, desde niña, desde antes de empezar el consumo, siempre quise ser como ellas. Como no pude, empecé a beber, a leer y a escribir. A hablar como los hombres. Y en Alborada aprendí a hablar de nuevo, porque allá todo se aprendía de nuevo. Desaprendí el inglés y jamás volví a leer ni a Dostoievski, ni a Chejov, ni a Cortázar. Y Juan Pablo me quería así, a pesar de que escribía y leía y hablaba idéntico a él. Les daba picos en la boca a esos perros y después me los daba a mí, también en la boca. Vení, vení vamos a hacer cosas importantes, me decía, y me quitaba los cuadernos. ¿Qué? ¿Qué son cosas importantes? Vamos a vivir, y me plantaba un beso, me tomaba de las manos, me abrazaba.
Pero Juan Pablo ya está muerto.
Valga decir que eso de Juan Pablo fue como el llanto mío, solo que sí fue llanto consumado durante mucho tiempo, parte del que ahora se resiste a pasar de las pestañas y me punza la garganta. ¿O son los pulmones? Ya dije, es aquí. Mi abuela me enseñó que cuando quisiera llorar, fumara. Fumemos, niña, para no llorar. Fumemos, niña, porque ¿qué más? Seguramente los pulmones tienen que ver. Todos esos órganos que dañan el perico y el cigarrillo estarán involucrados. Por eso en Alborada también estaría prohibido llorar. Allá aprendí a no volver a llorar a mi abuela. Allá aprendí cómo se olvida llorar a la abuela. A dejar de beber no me enseñaron, tan raro eso. Me tararon en cuanto sentido y conocimiento fue posible, pero no, a dejar de beber no me enseñaron.
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Fueron cuatro meses sin escribir. Me impuse ese castigo por los imperdonables errores que cometí como correctora de estilo en El Tiempo, en su versión punto com. Perdón, no lo pude cumplir. De todos modos, estoy castigada en muchas otras cosas.