viernes, 12 de junio de 2009

Viaje

Esto de enfrentarme al cajón en blanco no es tan trágico como enfrentarse a una mente en tal estado. Sé que de algo debo escribir para no perder la continuidad, pero ¿escribir sobre qué?
Bueno, puedo contarles que el lunes viajo a Europa, pero me emociona más el hecho de saber que no estaré en Medellín durante un mes completo que las expectativas que puede generar un viaje, y en este caso en particular, no genera ninguna, no porque ya conozca o no, sino porque generalmente no me creo expectativas con respecto a los viajes familiares, salvo que me voy a aburrir con mi hermana, la histérica, y que la diferencia de edades entre mis papás y mi hermano menor impedirán que entremos a discotecas, vayamos a casinos y cosas por el estilo, que sólo andemos y andemos por las calles en el día y lleguemos a dormirnos, sin sueño, en las noches.
También pienso en las diez horas de vuelo, interminables por no poder fumar en el avión. Y en el cansancio que genera estar sentada diez horas. Y en la posibilidad de caer en medio del Atlántico, como quienes iban en el vuelo de Air France, y terminar por ser la historia diminuta de un noticiero: muere muchachita que no se dedica a nada junto a sus padres y hermanos... creo que empezaría con algo referente a mi papá, en todo caso, y yo estaría de tercera, después de mi mamá, por aquello de ser la hija mayor. A todas estas, aún no se sabe qué le pasó al avión caído... más bien no se sabe por qué se cayó.
De repente se me ocurre, aunque sé que no es cierto, que en ningún lugar de Europa hay árboles. ¡Valiente cosa! Y que es de vegetación amarillenta, sin frondosidad, sin flores que nazcan esporádicamente, sin frutas que le puedan caer en la cabeza o en los pies a uno mientras que va caminando por ahí, y me preocupo, como si toda ese espectáculo de la cotidianidad tropical fuera algo fundamental en mi vida o en la de un ser humano cualquiera diferente a Tarzán, como si México no fuera casi todo desértico, al menos la parte que yo conocí, de arbolitos raquíticos y pencas inmensas, con más arena que hierba, o en Nueva York hubiera yo visto caer cien mangos al piso en pleno invierno invadiendo avenidas y aceras. De todos modos ya se me metió todo este diatriba forestal en la cabeza y no sé cómo sacármela de ahí, y lo peor es que me molesta seriamente... ha de ser que no odio tanto a esta hijueputa Medellín después de todo, si desde ya añoro que la maleza de allá tenga las tonalidades de verdes que acá y que los frutos inmensos de las arboledas que hay en mi barrio pretendan tapizar el pavimento al caer por montones.
¿A qué hora empezó esto a importarme si he viajado a tantos lugares con distintas topografías y climas? En México no extrañé ni a mi mamá por un instante y ahora que me voy al Viejo Mundo, sin haberme aún ido, ya extraño la normalidad de esta Antioquia maldita que me vio nacer. Creo que es porque políticamente, los países a visitar, me caen muy gordos, no por resentimiento, no, sino por su manera hipócrita de manejar las guerras y sus colonias: España, Suiza, Francia y Alemania. Y de todos ellos, el más odiado es Suiza por su diplomacia escueta y neutral, por su sentido del civismo, por la conciencia colectiva de cuidarlo todo, por tener voz pero no voto en la ONU, por ser por lo mismo el banco del mundo entero. De verdad que tengo una pereza enorme de ir a Zürich y no aguantarme la tentación de tirar el papelito de Toblerone, nada más por puro gusto y ver qué pasa, en una de sus inmaculadas callecitas o cristalinos riachuelos.