El ejercicio al que me he sometido en los últimos días para poder producir escritura es el siguiente: dejé de asistir a mis citas diarias con mi psiquiatra y he decidido acumular y guardarme una serie de cosas que me causan dolores profundos -físicos- en el alma. Me obligo a recordar cosas atroces como ese vacío inmenso que me dejó el desamor, y yo misma lo ahondo y lo hago más grande llenándolo de posibilidades que nunca serán porque también lucho por convencerme de que nada, nadie, jamás podrá reemplazarlo a él, ni él regresará tampoco.
Que no se atreva nadie a escudriñar más allá de lo que moralmente está permitido y me llame masoquista, o sádica. Miserable todo aquel que dentro de las letras encuentre un manojo de complejos descritos por Freud o Lacan... o quien sea. Y al gélido infierno enviaría, si tuviera el poder, a todos los imbéciles que tienen por oficio hacer crítica literaria desde el punto de vista de la sociología, la antropología, lo que se ocurra.
Esas son las cosas que me han mantenido alejada de escribir. Saber que hay gente tan tarada que deduce de lo que plasmo un sinfín de cosas sobre mí que ni siquiera yo conozco, y no porque pretenda esconderlas o mi afán sea el de gritar entre líneas que padezco de los mil y un desastres mentales, ni todas esas cosas que están descritas dentro de la narratología y el sinnúmero de artificios que se han inventado para hacer de la literatura todo lo que se quiera, menos algo entretenido, emancipador, tranquilizante, algo que sirva para evadirse por un instante de la realidad y lograr compenetrarse con mundos inimaginables que se crean, a veces, sin siquiera tener la intención de imitar o de engañar. La verdad es que yo escribo con muchas pretensiones, pero nunca con la de hacer arte, y ya me harté inclusive de que me importe si es literatura o no.
Sólo sé que mi dolor es un combustible que aviva el deseo de querer expresarme, así nunca describa exactamente en qué consiste o qué me lo ocasiona, y ese objetivo se va a perder, precisamente, si sigo asistiendo a sesiones psicoterapéuticas y haciéndolo palabras, verbalizándolo que llaman.
Muchas cosas dejaron de dolerme, es decir, de importarme, desde que empecé a desahogarme con palabras salidas desde el aparato fonador y se las comuniqué a una especialista. Desde entonces es menos, muchísimo menos lo que escribo, lo que leo, lo que siento con pasión u odio absolutos cuando algo me gusta o me disgusta. Me volví pragmática y programática con mis problemas, alejándolos en el momento que conviniera, trayéndolos a cuento oportunamente, convirtiéndome en una esclava de mi propia razón.
Creo que era más grato y más esperanzador para mí esconderme en la obra de Benito Pérez Galdós que hacer un uso racional, valga decirlo, de mi razón; porque antes dejaba que la pasión se desbordara y mis instintos se apoderaran de mi afán por leer, por escribir, por crear y por creer y ahora sólo me detengo, como si fuera una máquina, ante los "errores" señalados por la academia y el correcto proceder psicológico.
Sólo espero que mis lágrimas (mismas que no he derramado) y el sufrimiento vivido en este último mes sirvan para compensar la ausencia de esos "escritos memorias, pensamientos y más cosas que se le ocurren a Estefanía, spinoziana irremediable, persona que punza a la gente sin querer queriendo, con plena conciencia pero sin hacerse responsable si alguien distinto a ella termina herido"