Yo he soñado tantas cosas que no sé cómo distinguir qué será vida de aquello otro que me grita, desde el subsuelo de la memoria, que le preste atención a esto o aquello que me carcome. Y he vivido también mucho (o al menos eso dicen, y a mí me lo parece) cosas inverosímiles que prefiero empacar en el recuerdo como si de pesadillas se tratara.
He escrito un par de cosas, como por decir que son bastantes. Sí, eso también. Y pasan. Más que nada pasa lo que escribo y no escribo lo que ha pasado, como si adivinara y como si presintiera, cuando en verdad lo que pasa es que suelo sabotear cada deseo cumplido. Cada «sueño». ¿Cómo evito entonces citar a Calderón, que es mi mujer, a quien conocí hace cinco años, y que es yo, pero también el escritor que tanto me ha inspirado? No citándolo, de acuerdo, pero al menos evocando y sin dejar pasar que Estefanía (en serio, así se llama, y aunque no es yo sí somos muy iguales) apareció en mi vida como un sueño. Eso, como un sueño, como un espectro, como la Alegría o la mañana y también como un atardecer rosado.
Hay muchos poemas que revolotean por mi cabeza y amenazan con secuestrarme este escrito. «Margarita, está linda la mar» ta, ta, ta, ¡párale! Sí, párale, como en mexicano, porque México es mi sueño y es mi deseo vivo, palpado, un delirio. Era el cuento que me contaba mi papá cada noche, cuando me acostaba, porque —ahora me doy cuenta— no se sabía ninguno, ni tampoco sabía inventárselos. Luego me decía «oí, oí, Morena, es el currucutú», pero yo no oía nada. Apagaba la luz, que ya estaba apagada, pero daba la impresión de que la apagaba más, se iba y me decía «duérmase, pues».Y yo sin sueño y solita, esperando a ver que el currucutú hiciera currucutú, hasta que me dormía. Creo. Un Domingo de Ramos, cargada en sus hombros, cogí a palmazos a una señora que estaba mangoneándome, no sé si de aposta, con el suyo. Mi mamá me dejó como al mismísimo Nazareno, que por grosera y porque eso no se hacía. Tenía como dos o tres años, pero más o menos desde eso me dejo joder del que quiera, porque qué susto los correazos de la otra, su silencio, sus palabras, sus manos cerradas vueltas puños, sus escupas, todo.
Tengo otro recuerdo, y este sí sé que no lo viví porque resulta que Jorge Luis ya está pero bien muerto. Hombre, después de que nos casamos ni modo que le diga Borges, aunque no tendría nada de raro si tenemos en cuenta que en mi casa, desde siempre, a mi papá le han dicho Uribe. Sí, mi mamá también. Ella, más que todos. Total que estábamos por allá en un barbecho como para criar vacas lecheras porque hacía muchísimo frío, y en presencia de María Kondo, o no me acuerdo bien cómo se llama, pues nos casamos. Ella ofició la ceremonia, o mi abuelo. La cosa es que Jorge Luis no solo había vuelto a la vida, sino a la vista. Y me veía y me veía, altote, como era, casi del tamaño de mi abuelo. Jamás he sabido por qué soñé con ese señor, al que le he leído un cuento y una sola vez, una en toda mi vida, y no con Homero, por ejemplo, al que tampoco, pero que viene a cuento porque cómo te parece que, de regalo de bodas, al otro se le ocurrió que iba a leer mi libro. Ya, ya, Borges leyendo, qué novedad. No, es que pasaba que él pudo regresar y volver a ver, pero si leía una sola obra, fuera El Quijote o el cuento este del que se despertó y estaba ahí, la que fuera, volvía a quedar cieguito. Y dele el tipo con que mi libro, mi libro, todo morboso, todo lascivo. Algo incestuoso tiene que haber en esto porque si, como Yocasta, viene y se arranca los ojos después de casados y de verme, pero de verme de verdad, ¿qué? En el verde tranquilo me quedo.