viernes, 11 de diciembre de 2009

Mi escritura

A mí no me enseñó a escribir nadie.
Tenía 13 años y nada definido ni definitivo en la vida, salvo la soledad, que, más que esas dos cosas, ha sido una constante desde que era aún más niña y pasaba días y semanas jugando con tres amigos imaginarios que terminaron por irse con otros niños con mi tío Juan, en un viaje que hizo a la Guajira; para entonces tenía cuatro años y nunca más los volví a ver. Ese año entré al colegio, era 1987. Nueve años después, si bien tocaba la flauta dulce y el violín, jamás me había destacado en nada, salvo por ser esa niña que en los recreos se la pasaba hablando sola o jugando con otros niños que, como yo, no tenían amigos debido a sus defectos físicos o incapacidad para relacionarse con los demás. Entre los solos nos acompañábamos. En las tardes me llevaban a la casa de mi abuela materna, y eran horas de juego con "Mincha", la empleada del servicio, una señora que, parecía, había nacido ya vieja y con tres dientes, al igual que Lao Tse. Fue ella quien me enseñó a trepar árboles y a hacer vueltas de canela, a jugar a las canicas, a hacer arepas para el abuelo en forma de Mickey Mouse, a reírme y a amar a Cantinflas, a oír rancheras y música del arrabal. El abuelo, por su parte, cultivaba la política. No. Más bien me sembraba la obsesión por la política, y es que no es que su intención fuera convertirme a sus ideales o nada por el estilo, sino que, como no se sabía cuentos, me contaba la Historia, tanto la del país como la del mundo vista con sus ojos de liberal colombiano de izquierda, seguidor de Alfonso López Pumarejo, pero también de Marx, Lenin, Trotsky, Fidel Castro y Ernesto Guevara. Mis héroes, entonces, nunca fueron caballeros de armadura, ni de capa, ni príncipes encantados; eran guerrilleros, presidentes visionarios, filósofos, hombres masacrados y sobrevivientes durante el periodo de La Violencia, y entre ellos, por supuesto, Tirofijo con su Marquetalia. Años más tarde, poco antes de su muerte, ni a él, ni a mí, nos dio vergüenza decir públicamente que ojalá a Manuel Marulanda, ya por viejo y por tanto haber luchado, el gobierno, en vez de perseguirlo, debería haberle dado una casa para que viviera tranquilo durante sus últimos años. Pobre mi abuelo, recordado años después por el presidente Álvaro Uribe en una cabalgata: ¿Se murió don Rey?, le preguntó a mi mamá. Sí presidente, se murió hace tantos años, le contestó. Hombre, qué lástima, le replicó, era un gran hombre. Sí, era un gran hombre, gran malparido, que se murió de pena por su viudez y por cómo tenías al país hasta entonces. Nunca te quiso, quiso a tu gran adversario, a Tirofijo, no muerto en combate ni puesto en primera plana como trofeo de guerra, sino de infarto. ¡Qué alivio! Pero a mi abuelo sí lo mataste, lo mataste de la pena moral.
Yo fui creciendo entre esas historias y la partida de "Mincha". También me contaban otras, las mismas que a los demás niños, y veía telenovelas con mi abuela y con su hermana, y oíamos a Serrat en vez de oír rondas infantiles, porque, en una casa que perdió a un hijo en el 88, muerto a bala, no se podía oír otra cosa... fue difícil entender que el viaje que hizo Rodrigo no fue de estudios, como los demás que hicieron mis tíos, sino por muerte, por siempre, hasta nunca, eternamente.
En el colegio, mientras tanto, las balas nos rozaban las cabezas. Los sobrinos de Pablo Escobar, Carlos y Vicente Castaño, los de los Ochoa, los de todo el Cartel de Medellín y también los de sus adversarios estudiaban conmigo. Si nunca nos cayó un tiro, creo, fue por nuestras bajas estaturas, porque cuántos no fueron los huérfanos y cuántas las viudas en ese entonces. Otros huían por el mundo buscando salvar sus vidas, escapando de la extradición, cargando con el estigma de un apellido que por desgracia los acompañará hasta después de sus muertes, cuando sus hijos y sus nietos sigan portándolo y no puedan negar jamás su parentesco con Pablo, con Fabito, con éste o con el otro, y los colombianos tampoco podamos negar que toda esa estirpe fue parida aquí, justo en tierras antioqueñas, como el presidente, emparentado no sólo de plata y de oficio, sino también de sangre y hasta el tuétano con tanto mafioso que ya ni vale la pena mencionar.
La cosa era que a mí nadie me había enseñado a escribir. Nadie en mi casa lo hace, nadie que yo conozca vive de eso ni se ha dedicado de lleno a hacerlo. Ningún profesor me alentó, ni ninguno cultivó eso en mí, porque cuando empecé a hacerlo fue para desahogar tanta rabia y tanta cosa que tenía por decir pero sin tener a quién decírselo. Yo empecé a escribir porque en un libro de Fernando Soto Aparicio, Mientras Llueve, la protagonista, que fue encarcelada, se dedicó a redactar un diario para no aburrirse, o ya ni sé, sólo recuerdo que escribía y que yo me había decidido a hacer lo mismo para no seguir padeciendo el tiempo que me quedaba en ese mugroso colegio, que eran cinco años si era que no perdía ninguno. Así también lograba fingir que tomaba nota, cosa que jamás supe hacer, y así las profesoras empezaron a creer que era que yo ponía más cuidado a la clase, cuando en realidad copiaba pedazos de canciones de Gloria Trevi o le escribía cartas sin el anhelo de que le llegaran, como también describía mi amor frustrado por un vecino al que amé desde que tenía ocho años hasta los veinte. Otras veces le reprochaba cosas a mi mamá, y lo que no podía decirle a quien me hacía dar rabia, lo escribía, todo lo escribía porque no había con quién hablar ni sabía pelear, ni amar, ni ser amada, ni correspondida, ni escuchada, mucho menos leída. Si la ira y la soledad han hecho algo por alguien, ha sido por mí. A ellas les debo todo esto, más que a mis abuelos o a personajes que han influido en otros aspectos de mi vida. Tuve la suerte de que, si bien me obligaron a ir con un psiquiatra durante ese mismo año, el tipo era tan inepto que no me permitía desahogarme, y creo que, de haber sido como la que tengo ahora, en este momento no tendría la capacidad que tengo para expresarme, ni de hacer sentir a la gente tan bien o tan mal con lo que escribo, ni de matar el tiempo como lo mato aquí, en este blog.

martes, 1 de diciembre de 2009

Redención

Yo no sabía, más bien, no esperaba, que lo que yo escribo acá ya aparezca en las Alertas de Google. En medio de la psicosis que tuve en semanas anteriores -y sé que el decir que estuve psicótica me va a traer burlas, críticas y comentarios fuera de tono a los cuales ya me acostumbré, llegué a creer, a delirar si se quiere, muchas cosas.
No, no deliré lo que dijeron sobre los videos que andan en YouTube atacando a Gloria, esos existen y a mí me han culpado de haberlos creado, como me culpan últimamente de cosas que yo no puedo resolverle a nadie como fueron las violaciones que sufrieron algunos durante su infancia, ni la extrema fealdad que por genética y ubicación geográfica tienen que llevar, no a cuestas, sino de frente, y eso es peor.
Hecha esta aclaración, lo demás sí lo aluciné, y no en sentido figurado, sino literal, porque aquí ataqué a personas que estimo bastante y cuya amistad estaba recuperando, debido a comentarios muy tontos, demasiado tontos para haberlos aceptado, pero que, en medio de un síndrome premenstrual y sin pastilla que me evitara una crisis como la que acabo de adolecer y que a nadie le deseo, para mí fueron graves y de armas tomar.
Muchas veces he querido hablar en este blog de lo que causa en mí la menstruación, que no sólo me postra en mi cama durante cinco días y me hincha los pies y me hace doler la cabeza; durante esos cinco días no duermo, no como, no hablo con nadie y soy huraña, medrosa y cobarde, pues parece que el ciclo este, aparte de afectarme hormonalmente, también tiene repercusiones psicológicas severas que alteran mi carácter, mi comportamiento y mis actuaciones. Si bien tengo quién me trate, no se ha podido avanzar mucho al respecto. Y a mí, gracias a Dios y a una pastilla llamada Socian, no me llegaba desde enero, pues esta subía la prolactina a unos niveles bastante altos (243 exactamente) y permitieron una relativa calma desde enero hasta mediados de octubre, cuando decidieron el endocrinólogo y el ginecólogo eliminarla de mi cárdex o lista de medicamentos debido a que podía sufrir descalcificación si no seguía ovulando como lo hacen las mujeres de mi edad. Entonces yo, sin el antipsicótico (Socian) y con el fenómeno que es en mí el hecho de menstruar, especialmente en los días previos y los posteriores, estaba literalmente loca. Me desmedía tomando para soportar el miedo y la angustia, los desvelos, el hambre, y mezclaba todo eso con droga. Sé que no es lo indicado, ni lo correcto, pero en medio de una situación como esas, uno se pega de los medios que conoce para evadirse y así no sufrir tanto, pero sí, también sufrir más por tanto decir, por tanto imaginar, creer, pensar en lo que no es y en lo que no es debido y sin corroborar las cosas, hablar a lo pendejo y como la borracha que soy cuando estoy en ese estado en el que ni me mido, ni encuentro mesura, ni logro el control de nada. Después las cosas dichas son difíciles de borrar y regresar al oasis de salud mental en el que me encontraba es laberíntico, al estilo Borges, lleno de espejos, muchos de ellos rotos, rotos como yo, que he estado intentando componerme pieza por pieza.
Gracias al buen consejo de una vieja amiga que tuvo la delicadeza de prestarme atención cuando no tenía por qué hacerlo, ya que no he sido la mejor en otorgarle mi amistad, logré levantarme ayer de las sombras y la miseria, conseguí un estado de sobriedad temporal y voluntario que me ha costado mucho trabajo mantener pero que pienso seguir sin importar nada hasta no estar totalmente recuperada de la cabeza, de la mente, el cerebro, dondequiera que se encuentre la maldita demencia que me da por esos días y me encuentro sola, sin nadie, sin nada. Gracias a ella por tenderme la mano cuando yo alguna vez... no, muchas veces le di la espalda y la humillé, la sobajé, la traté mal. Gracias a su gran corazón y a su bondad, que siempre la ha tenido porque me consta, logré sacudirme y darme cuenta de que no todo está perdido, ni la vida es un negativo que no se pueda revelar, que la hiedra venenosa también se llega a secar y al pisarla cruje como cualquier hoja muerta, un chamizo que se encuentra en el camino. Y sí, mija, hoy voy a cambiar, no para siempre, sino por hoy, y mañana por mañana, y así sucesivamente; tal vez me equivoque, no lo dudo, pero de que no vuelvo a tropezar con las piedritas que me tropecé hace dos semanas, eso lo puedes jurar. De hecho entendí por qué tú estás en ese lugar y yo en este, lamentándome y lamiéndome heridas ya viejas que no quiero dejar cicatrizar, pero no, ya lo dije, eso ya pasó. .
De todos modos nada de esto me exculpa y mi responsabilidad no la estoy evadiendo. Cuerda o no, yo cometí esas actuaciones y no quisiera escudarme en los tormentos que padece el alma para eximirme de culpas. Y la culpa, creo yo, es un estado ontológico, más que acusatorio. Si a mí me declaran culpable de algo, eso no me hace culpable. Pero si yo me siento culpable, entonces sí lo soy, y esta vez la maldita culpa la siento y me doy golpes de pecho, o bueno, eso hice hasta el día de hoy. Pido perdón pero no olvido, pido cuenta nueva pero no borrón; no soy tan ingenua para creer que a la gente se le olvidan las crueldades que uno dice y comete, eso se queda grabado en algún rincón del alma, en el seso, tampoco sé. Pero también el alma y el seso saben perdonar y dar nuevas oportunidades, que es lo que estoy tratando de conseguir y que en pocos días lo he logrado, a Dios gracias. También gracias a ese amigo, y a la amiga que ya mencioné, y a mis papás por entenderme, aunque ellos no padecieron ni la quinta parte de lo que sucedió en este mismo blog la penúltima vez que escribí (por fortuna, no saben de su existencia)
Ya que empieza diciembre, que es época de festejos y reflexión para casi todo el mundo occidental, aproveché para escribir estas líneas. No pondré etiquetas, ni he dicho nombres porque creo y sé que quienes he mencionado también piensan así, que, cuando sea el momento, serán develados.
Por ahora sólo me queda seguir adelante y enmendar lo que me quede por enmendar.