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viernes, 11 de diciembre de 2009

Mi escritura

A mí no me enseñó a escribir nadie.
Tenía 13 años y nada definido ni definitivo en la vida, salvo la soledad, que, más que esas dos cosas, ha sido una constante desde que era aún más niña y pasaba días y semanas jugando con tres amigos imaginarios que terminaron por irse con otros niños con mi tío Juan, en un viaje que hizo a la Guajira; para entonces tenía cuatro años y nunca más los volví a ver. Ese año entré al colegio, era 1987. Nueve años después, si bien tocaba la flauta dulce y el violín, jamás me había destacado en nada, salvo por ser esa niña que en los recreos se la pasaba hablando sola o jugando con otros niños que, como yo, no tenían amigos debido a sus defectos físicos o incapacidad para relacionarse con los demás. Entre los solos nos acompañábamos. En las tardes me llevaban a la casa de mi abuela materna, y eran horas de juego con "Mincha", la empleada del servicio, una señora que, parecía, había nacido ya vieja y con tres dientes, al igual que Lao Tse. Fue ella quien me enseñó a trepar árboles y a hacer vueltas de canela, a jugar a las canicas, a hacer arepas para el abuelo en forma de Mickey Mouse, a reírme y a amar a Cantinflas, a oír rancheras y música del arrabal. El abuelo, por su parte, cultivaba la política. No. Más bien me sembraba la obsesión por la política, y es que no es que su intención fuera convertirme a sus ideales o nada por el estilo, sino que, como no se sabía cuentos, me contaba la Historia, tanto la del país como la del mundo vista con sus ojos de liberal colombiano de izquierda, seguidor de Alfonso López Pumarejo, pero también de Marx, Lenin, Trotsky, Fidel Castro y Ernesto Guevara. Mis héroes, entonces, nunca fueron caballeros de armadura, ni de capa, ni príncipes encantados; eran guerrilleros, presidentes visionarios, filósofos, hombres masacrados y sobrevivientes durante el periodo de La Violencia, y entre ellos, por supuesto, Tirofijo con su Marquetalia. Años más tarde, poco antes de su muerte, ni a él, ni a mí, nos dio vergüenza decir públicamente que ojalá a Manuel Marulanda, ya por viejo y por tanto haber luchado, el gobierno, en vez de perseguirlo, debería haberle dado una casa para que viviera tranquilo durante sus últimos años. Pobre mi abuelo, recordado años después por el presidente Álvaro Uribe en una cabalgata: ¿Se murió don Rey?, le preguntó a mi mamá. Sí presidente, se murió hace tantos años, le contestó. Hombre, qué lástima, le replicó, era un gran hombre. Sí, era un gran hombre, gran malparido, que se murió de pena por su viudez y por cómo tenías al país hasta entonces. Nunca te quiso, quiso a tu gran adversario, a Tirofijo, no muerto en combate ni puesto en primera plana como trofeo de guerra, sino de infarto. ¡Qué alivio! Pero a mi abuelo sí lo mataste, lo mataste de la pena moral.
Yo fui creciendo entre esas historias y la partida de "Mincha". También me contaban otras, las mismas que a los demás niños, y veía telenovelas con mi abuela y con su hermana, y oíamos a Serrat en vez de oír rondas infantiles, porque, en una casa que perdió a un hijo en el 88, muerto a bala, no se podía oír otra cosa... fue difícil entender que el viaje que hizo Rodrigo no fue de estudios, como los demás que hicieron mis tíos, sino por muerte, por siempre, hasta nunca, eternamente.
En el colegio, mientras tanto, las balas nos rozaban las cabezas. Los sobrinos de Pablo Escobar, Carlos y Vicente Castaño, los de los Ochoa, los de todo el Cartel de Medellín y también los de sus adversarios estudiaban conmigo. Si nunca nos cayó un tiro, creo, fue por nuestras bajas estaturas, porque cuántos no fueron los huérfanos y cuántas las viudas en ese entonces. Otros huían por el mundo buscando salvar sus vidas, escapando de la extradición, cargando con el estigma de un apellido que por desgracia los acompañará hasta después de sus muertes, cuando sus hijos y sus nietos sigan portándolo y no puedan negar jamás su parentesco con Pablo, con Fabito, con éste o con el otro, y los colombianos tampoco podamos negar que toda esa estirpe fue parida aquí, justo en tierras antioqueñas, como el presidente, emparentado no sólo de plata y de oficio, sino también de sangre y hasta el tuétano con tanto mafioso que ya ni vale la pena mencionar.
La cosa era que a mí nadie me había enseñado a escribir. Nadie en mi casa lo hace, nadie que yo conozca vive de eso ni se ha dedicado de lleno a hacerlo. Ningún profesor me alentó, ni ninguno cultivó eso en mí, porque cuando empecé a hacerlo fue para desahogar tanta rabia y tanta cosa que tenía por decir pero sin tener a quién decírselo. Yo empecé a escribir porque en un libro de Fernando Soto Aparicio, Mientras Llueve, la protagonista, que fue encarcelada, se dedicó a redactar un diario para no aburrirse, o ya ni sé, sólo recuerdo que escribía y que yo me había decidido a hacer lo mismo para no seguir padeciendo el tiempo que me quedaba en ese mugroso colegio, que eran cinco años si era que no perdía ninguno. Así también lograba fingir que tomaba nota, cosa que jamás supe hacer, y así las profesoras empezaron a creer que era que yo ponía más cuidado a la clase, cuando en realidad copiaba pedazos de canciones de Gloria Trevi o le escribía cartas sin el anhelo de que le llegaran, como también describía mi amor frustrado por un vecino al que amé desde que tenía ocho años hasta los veinte. Otras veces le reprochaba cosas a mi mamá, y lo que no podía decirle a quien me hacía dar rabia, lo escribía, todo lo escribía porque no había con quién hablar ni sabía pelear, ni amar, ni ser amada, ni correspondida, ni escuchada, mucho menos leída. Si la ira y la soledad han hecho algo por alguien, ha sido por mí. A ellas les debo todo esto, más que a mis abuelos o a personajes que han influido en otros aspectos de mi vida. Tuve la suerte de que, si bien me obligaron a ir con un psiquiatra durante ese mismo año, el tipo era tan inepto que no me permitía desahogarme, y creo que, de haber sido como la que tengo ahora, en este momento no tendría la capacidad que tengo para expresarme, ni de hacer sentir a la gente tan bien o tan mal con lo que escribo, ni de matar el tiempo como lo mato aquí, en este blog.

lunes, 30 de marzo de 2009

El vacío

La vi venir como nubes negras que amenazan una tormenta, a lo lejos, en un día de cielo más que azul. Sabía de qué se trataba, pero no quise darle importancia, porqu, a fin de cuentas se veía tan, pero tan alejada que no quise pensar siquiera en que podría llegar a postrarse sobre mi cabeza para soltar su ira infame. Estaba tan bien que me dije "a lo mejor un viento sopla y la desvanece", pero no, cuando ella se aparece ya está avisando que es inexorable, que viene de visita quiera o no, que no valen prevenciones, ni paraguas, ni pastillas. Sí, me refiero a la depresión, que vino después de un sentimiento absoluto de soledad. De repente empecé a verme tomando tequila al frente del monitor, hastiada de todo lo que me ofrece la red, y después, hastiada de todo: de la universidad, de la filosofía, del presente y del futuro, aunque no entiendo por qué, si en mi caso, los años pasados fueron peores.
Como sea, una angustia, el sentimiento de vacío, un querer agachar la cabeza se apoderaron de mí. No, sólo estoy sola, y tal vez no sea razón para sentirme deprimida, para que ese maldito síntoma se acreciente día con día, pero así es, y me rehuso a creer que sea por lo que mi mamá tantas veces argumenta: es que no están funcionando los antidepresivos, son reacciones fisicoquímicas que usted no puede controlar. Yo estoy de acuerdo en que no puedo controlar el que una depresión me ataque, pero de ahí a reducir mi soledad al apareamiento de las neuronas o no sé qué es lo que se produzca en el cerebro, estoy muy lejos. El no dormir, el comer mal, el tener conductas erráticas no son síntomas de reacciones cerebrales. Sentir que hay un acantilado entre el cuello y el estómago, ese vértigo, tampoco. . .
Cómo quisiera tener un aliciente en este momento para sentarme a estudiar y no acostarme a pensar en mi tristeza y cómo me gustaría tener con quién compartir mis pequeños o grandes triunfos, pero es que resulta que todos mis amigos viven tan lejos de aquí, que pedir un abrazo sería tan absurdo a los ojos de mi mamá como pedirle un pasaje de avión de ida y sin regreso. No es que me falte amor, mi familia me lo da, pero es frustrante que uno a los 26 años esté desperdiciando la poca juventud que le queda mirando un foro, viendo la televisión, contemplando el vacío.
Lo más triste es que sé que personas que no me quieren ni poquito vienen a leer este blog y a regocijarse cuando manifiesto este tipo de cosas, porque en caníbales nos hemos convertido, consumidores de carne que de repente se descompone y el dolor de otro alimenta el alma de aquel que sólo desea para uno este tipo de situaciones. Pues aquí les quedo, porque al menos logro sacarles una sonrisa mientras especulan y alimentan su imaginación con cosas que ya sé de qué se tratan.
Me queda el consuelo de que esta, como muchas otras, es también pasajera.

viernes, 19 de diciembre de 2008

El breve espacio en que no estoy

Al fin pude encontrar el texto completo, si es que alguien había empezado a leerlo
Ay dios mío, cómo pierden encanto las cosas escritas en un papel cuando se incrustan en una hoja que simula serlo, metida dentro de una pantalla que no permite que la tinta se corra a medida que el escritor va llorando mientras recuerda, especialmente cuando recuerda lo que ya había plasmado en rojo descarnado, especialmente cuando lo transcribe y ve que la exactitud milimétrica de estos programas constriñen el alma y el pensamiento.
Pero bueno, lo que hoy entendemos (decimos que es) modernidad no sólo ha traído consigo estas facilidades tan poco románticas y sumamente pragmáticas. También, cómo no iba a hacerlo, trajo consigo lugares de encierro bautizados con toda clase de eufemismos, construidos y ubicados en lugares exclusivos. El área de la salud, por ejemplo, se ha prestado para esto de manera incondicional: leprocomios, manicomios y todo tipo de jaulas donde se encierran (lo que presupone de inmediato un rótulo para el sujeto que ingresa, no se sabe si por voluntad propia o a la fuerza, todo depende del caso, conste que me pasé una vida entera intentando que me creyeran que estaba loca y por desgracia lo logré) no tanto a personas que atenten en contra de las leyes establecidas por el Estado, pero sí cuando alguna “atenta” en contra de las leyes establecidas por la moral erigida en nuestra ya milenaria sociedad occidental y moderna, ultramoderna, posmoderna - que ,para el caso, la cosa viene a ser lo o la misma (no excluyamos al género correspondiente, esto no debe hacerse en un trabajo que versa sobre la exclusión, y muy bien sabemos cómo se las gastan las feministas con las y los artículos, así estos sólo sean de género masculino…), pues de las torturas y martirios de la Inquisición durante el Medioevo pasamos a los actos de buena fe que cambiaron las hogueras por guillotinas, los grilletes por camisas de fuerza, la Iglesia por la sumatoria de las voluntades (a esto también se le conoce como democracia); que ya las brujas no son brujas, que ya los poseídos por el demonio no gozan de tal privilegio sino que están locos y con la mejor suerte que podemos correr, tanto brujas como poseídos, es con el reciente apogeo de los electrochoques, mismos que estuvieron en desuso porque, en un momento de extraña lucidez, la psiquiatría descubrió que eran tan nocivos en determinado momento como lucrativos en el de ahora. Freír el cerebro con no sé qué tantas cantidades de voltaje, hoy es tan común en la medicina como aquello de inyectar plásticos que se adaptan al cuerpo humano y terminan por curar la fealdad o la vejez.
La gente “de a pie”, como les dicen no sé dónde, ignora por completo que aún encierran en los manicomios sin diagnóstico alguno (también les fríen el cerebro) a muchas personas. Yo, por ejemplo, siempre creí que eran cosas de la primera mitad del siglo pasado, acaso algo muy común en la época de Chejov, cuando escribió La sala número seis.
Llegando a este punto, recuerdo aquella novela corta y mi breve estadía en el “enfermatorio” de Santa María de los Ángeles, cerquitica al Club Campestre, en la casa que fuera de una familia de renombre en la ciudad, la región y el país. Obvio que me refiero a la familia y no a la casa, que también debe tener renombre, reputación y prestigio en esos tres ámbitos, desgraciadamente no por su belleza arquitectónica ya ultrajada “por el bien del paciente”, sino porque (más o menos desde el nacimiento del nuevo milenio) cada vez que alguien acude a un psiquiatra y se pone a llorar, terminan encerrándolo arguyendo que el recién entrado en desgracia sufre de depresión.
He aquí, pues, un episodio más de las fantásticas y terribles aventuras y desventuras de Estefanía Uribe:


La mano tiembla, no es para menos. Antes tuvo que buscar a Joan Manuel Serrat, ponerlo a sonar. El miedo y la tristeza, quién sabe por qué, cuando oyen música, se esconden…estando uno ya afuera, claro.
Adentro, allá…allá, por el contrario, la “Loca de la casa” hace de las suyas y, de todos los internos, es la única a la que no pueden encerrar en aquel cuartito de muy poquitos metros por otros tantos aún más pocos; no la amordazan, tampoco la “inmovilizan”. Creen los gendarmes y autoridades de aquellos lugares que la aplacan con eso que llaman medicamentos de nueva generación (Prozac, Remeron, Zolof), un poco de litio, otro tanto de ácido valproico y barbitúricos y benzodiazepinas en todas y cada una de sus presentaciones.
Como quien está escribiendo esto fue a parar allá por razones aún desconocidas, no tenía un diagnóstico en su historia clínica distinto al de “Pte con transplante hepático” (SIC) y, encima de esta, una cinta rotulada en tinta negra y caligrafía clara con la advertencia de “No inmovilizar”. Siendo así las cosas, a esta sólo le suministraban el Rivotril que toma desde la última temporada que pasó en aquel “pedacito de cielo” tan acogedor hace cinco años, paraíso terrenal donde recién habilitaron las piezas a manera de morgue con lámparas de neón y camas de enfermo, para que así el impaciente paciente pueda darse cuenta de que efectivamente padece de algo o, al menos, que no debe sentirse cómodo, como en su hogar. Uno de los accionistas, digo, psiquiatras, le dijo que sufría de un TAB. “¿Tab? ¿Qué es eso?” “Estefanía, usted es maniacodepresiva” “Ah, ¿no me había dicho que tenía un TOC y que sufría de depresión?” “Sí, de eso también”. A decir verdad, a los múltiples psiquiatras que me vieron durante el periodo que sucedió a la muerte de mi abuela, y sólo porque el tema no estaba tan de moda, lo único que les faltó por diagnosticarme fue un TLC…no es broma, es cosa que me aflige y me angustia (o si usted lo prefiere, entre también en la onda de los neologismos que llegaron con los eufemismos de la nueva era, la psiquiatría bioquímica y Paulo Coelho; llámele a eso estrés, que ya la Real Academia lo aceptó con todo y tilde).
Ahora bien, no es que la nueva trova cubana guarde un puesto especial dentro del lugar de mis afectos musicales, pero sí hay que admitir que tiene títulos y frasecitas que tienen su poética y sirven para nombrar lo innombrable. Cuando desperté en posición fetal en “El breve espacio en que no estás”, del cuartito aquel donde no encierran a “La loca de la casa” y en el que me dio un ataque de existencialismo excelso al estilo Hamlet -de ese que nada tiene que ver con el muy rancio que promulgaron esposos o señores Sartre hace como seis décadas- me rondaba en la cabeza una cita de aquella tragedia de Shakespeare que puso Borges en su idioma original cuando empieza el cuento de El Aleph: “Oh God, I could be bounded…” por alguna razón no lograba completarlo en inglés, pero yo, muy en el fondo (quizá se quedó anquilosado en el inconsciente, en la inconciencia del olvido, en el olvido inconsciente o vaya usted a saber dónde) me lo sabía. Y la cuestión aquella de la que todos hablan, de la que todos dicen, esa que tanto citan fuera y dentro de los teatros con o sin un cráneo en la mano y que pierde todo el sentido gramatical, semántico, pragmático y sintáctico, todo en absoluto cuando se traduce al español, aquella primera conjugación que se les enseña a los estudiantes primerizos del inglés y de la cual todos se burlan porque “es la más fácil” no hacía otra cosa que pegar alaridos ayudada por “La loca de la casa”, obligándome a responderle que sí, que ahí está el maldito dilema, la pregunta, la grandísima cuestión .
Doce horas con uno mismo a eso lo llevan, a comprender la Relatividad de Einstein, y esa sin haberla leído siquiera por miedo a la incapacidad de comprenderla. ¿Cuántas horas son quinientos minutos? Un mes, lo que dura mi plan del celular, y eso podría entonces traducirse a pesos. Encerrada, con venoclisis pegada a la muñeca de la mano derecha, sin zapatos, con frío y observada: un lapso de tiempo interminable, insoportable, inagotable.
¡Ay! ¡La cara! ¿Por qué me duele la frente, un ojo, siento un sabor oxidado en mis labios inflamados? De allá, en la noche, me sacaron en una ambulancia, no sin antes que el chofer me advirtiera: “No se vaya a hacer amarrar pues (le faltó decir loca hijueputa), no hagás más difícil las cosas, vieja, que si cooperamos nos va mejor” “¿Y este otro por qué me dice eso si estoy desde las cinco y media de la madrugada acurrucada, pensando en Hamlet?” Ay, sonsa, ¿no ves que vas de la sede de un manicomio para la otra, la lujosa? Aunque la loca se porte como una seda, loca se queda, cualquier refrán recompuesto, descompuesto y vuelto a componer sale; un manicomio es un manicomio y el paciente que entra allá por la razón que fuere no deja de ser loco ante los ojos de dios, la gente y los choferes de ambulancias. Si uno llegó además en patrulla y escoltada por unos policías a los que el señor rector de la Universidad de Antioquia trató de impresionar y disuadir diciendo que era tal, con él presentándose ante el enfermero e insistiendo en el cargo que desempeñaba y recordándole que la muchacha tenía antecedentes porque había estado allá, un chofer de ambulancia tiene muchas razones por las cuales puede amenazarlo a uno con causarle el mayor de los males: amarrarlo. ¿Quién habría de juzgarlo por ello? La paciente había hecho más que suficiente (más bien era lo suficiente y había estado lo suficiente) para merecer tal amenaza. Ella soportaría ponerse una camisa verde (amenazada) para arengar a cierto equipo en el estadio, también estaría dispuesta a soportar (y así fue) cuantos golpes físicos puedan propiciarle, incluso a someterse nuevamente a un transplante hepático, pero a lo que más pavor y miedo le tiene en la vida es a que la amarren, a que la “inmovilicen”…
Entré a la otra sede, reconocí varias cosas. Casualmente, esta vez, lo primero que saltaba a la vista era un cuadro de Ofelia, aquella mujer que no soportó una vida sin el hombre al que amaba y se tiró al río; el retrato de la Ofelia suicida que otro accionista de la clínica que trató a la Estefanía suicida de siempre tenía en su consultorio de la Clínica Medellín de El Poblado, en la de no me acuerdo dónde más y tal vez también la tenía como estampita laminada dentro de la billetera y como amuleto colgado al espejo retrovisor del carro porque cada vez que la muchacha lo veía, veía el mismo retrato en distintos tamaños y formas. Como si con su vida no hubiera sufrido lo suficiente y lograra escaparse del suplicio de vivir unas horas tranquilas dentro de esos lugares, Van Gogh apareció en el consultorio de las consultas generales. Supongo que allí nadie estaba ni estará tan atormentado como él; puedo decir que su semblante me preocupó, pero es que el semblante de las víctimas que allí nos encontramos tiene que ser preocupante, de otra manera no ocuparíamos brevemente (eternamente y en su infinitud) el espacio y el tiempo donde nos encontrábamos. En todo caso, de los demás, simplemente me dije “yo con estos locos hijueputas no me junto”. Ay Estefanía, y ver de lo que te estabas quejando hace unos pocos renglones. “¿Y este otro quién se cree para preguntarme por qué estoy acá?” “¿Por qué una enfermerita auxiliar que en su vida no ha hecho otra cosa que lavar micas me ignora a mí, justo a mí, y encima me da órdenes?” Ja, trágate tus palabras, niña malcriada y ve quién eres realmente, tú que no discriminabas a nadie “sin importar su condición”, ya estás pelando el cobre. “¿Usted se quiere morir, oye voces?” “Bueno, ¿acaso no tienen otra cosa qué preguntar acá? Esas preguntas, además, sólo tiene derecho a hacérmelas mi psiquiatra, no una enfermera. Voces distintas a la suya o a la de la viejita cansona de la habitación del frente no oigo ninguna, y en cuanto a si me quiero o no morir, ese no es problema suyo” Eso, así habla la que quiere tener un hogar para el adulto mayor y dedicarse algún día a la geriatría, ejercicio que por demás requerirá de la ayuda de más de una enfermerita que lava micas, cambia pañales y consuela a muchos de los pacientes sin estar en la obligación de hacerlo. “Oiga, ¿aquí por qué no hay gente de mi edad?”, le pregunté. Por dentro, decía “Esto está lleno de viejos, he venido a parar a un ancianato”. Contar lo que se me pasó por la mente cuando observé el modo de vestir, actuar y hablar de las señoras que dormían en la pieza del frente y la compartían me ruboriza en estos momentos de apreciable tranquilidad “¿cómo viene a parar este tipo de gentecita a una clínica tan cara como esta? ¿Por qué, si la EPS mía me paga habitación individual y sigo siendo hija de mi papá, a estas señoras tan lobas las atienden mejor?”. No fue cosa que me preguntara sólo ese día, sino que recalcaba cuando veía el añaje de sus visitas y lo comentaba con una amiga entrañable que tuve la fortuna de conocer al día siguiente.
¿Y mi psiquiatra? ¿Esa por qué no llega? Estando en “El breve espacio en que no estás” la esperé como esperé a Juan cuando se fue a vivir un año a París. “A mí la cabeza no me la revuelca otro hijueputa loquero de estos, a mí me trata Irene González, esta tracamanada de pastilleros no me va a joder la vida, no más de lo que me la tienen jodida” Lo que pasa es que mi psiquiatra no es cualquier psiquiatra y yo que he tenido más de esos que años puedo decirlo con toda propiedad. Lo que es inadmisible, en primer lugar, es eso de loquero, porque cuando uno se enferma de gripa no le consulta al gripero, ni cuando le afecta la digestión busca un tripero. En cuanto a pastilleros sí es más que justo, más aún cuando me enteré que la doctora Irene tuvo que consultar no con cinco colegas y alumnos suyos, sino con cinco accionistas de Sameín para que pudiera verme (a mí, la hija del rector, mejor que no sobre), atenderme, tratarme. La idea de encanarme, al fin y al cabo, no fue de ella, pero dada la situación, dentro de un manicomio el médico tratante no puede ser un otorrino. La trataron muy amablemente, me cuenta, por tratarse de ser ella, del prestigio con el que cuenta, pero ellos insistían en que tenía que ser un psiquiatra de la institución quien me tratara, como si eso del vínculo terapéutico fuera tan espontáneo como el beso que se le da a la persona que uno ama o el abrazo fraternal y sincero que se le brinda a un amigo cuando lleva mucho tiempo sin verlo.
Hablando de amigos, sí conseguí algunos. Por experiencia puedo jurar que en ningún otro lugar se hacen amistades tan entrañables, encantadoras, ideales y perfectas como en los hospitales, no sólo mentales, sino de toda clase. Es de esperarse, además, porque el hecho de estar encerrado no le quita a uno su condición humana. Miserable al fin y al cabo, pero humana, y mientras más teorías tenga uno bailando con “La loca de la casa” más se da cuenta de la infamia a la que puede llegar uno si no para la musiquita y hace que paren el baile, no vaya a ser que se enloquezca uno en serio viendo cómo, por ejemplo, un muchacho de raza negra apareció en el comedor -área exclusiva para pacientes- y empezó a cambiar los canales de la televisión sin permiso de nadie. ¿Qué va, si a mí me parecen una chimba los manes negros, si yo voté por Piedad Córdoba, si una de las personas a las que más admiro es Martin Luther King? Me acordé mucho de una discusión que tuve en un lugar muy parecido (peor) con un amigo, valga volver a decirlo, entrañable y en la cual me decía: Preciosa, el día que a ti un marica negro te quiera dar un pico o se te arrime a saludarte me vas a dar la razón.
Lo cierto es que, pese a lo que yo estuviera sintiendo y pensando, la gente nunca se sentaba a hablar con él, entre un máximo de 22 personas que hubo, a nadie se le ocurrió formularle la única pregunta que se le hacía a los pacientes a medida que iban llegando: ¿Y vos por qué estás acá? Ni siquiera eso. Si acaso se referían (nos referíamos) a él como Universidad de Medellín en alusión a un saco de color blanco que tenía, inscrito en letras rojas, el nombre por el cual lo identificamos hasta que se marchó. Sí, así como si fuera un detestable personaje de Saramago, aquel que mata a la mujer del médico y lo identifica como el hombre de la corbata azul con rayas (¿o bolitas?) blancas. Y a mí, que siempre me he considerado una defensora de la causa negra (si es que hay tal) nunca se me ocurrió siquiera preguntarle el patronímico a Universidad de Medellín, ni saber por qué estaba allá o haberle ofrecido algo de la muy variada comida que me llevaban mis tíos y de la cual yo no probaba bocado.
Yo me despertaba, más o menos, entre las once y media de la mañana (si tenía llamada por parte de Luz María o me iba a revisar mi psiquiatra) y las dos de la tarde. Después del almuerzo algunos se dedicaban a eso de la terapia ocupacional. “Bah, yo ya he hecho tanta maricaíta en estas clínicas que no voy a perder el tiempo pintando esos muñecos de icopor tan mañés que la viejita chillona le pinta a sus nietos, mejor me pongo a escribir”. No era que alguien dijera “Ya tienen tiempo libre, hagan lo que quieran, ustedes maniacos se juntan con los maniacos, ustedes los cuerdos se juntan con los menos locos y los depresivos estables, ustedes, las de habitación propia, se juntan allá”. No, nadie lo decía, nadie lo ordenaba, nadie lo pedía, pero así era. A medida que la menos loca demostraba su amor por Bucaramanga, fue cayendo gorda y de paso en desgracia porque de inmediato la apartamos. A la otra, que tenía habitación propia, no nos la aguantamos porque dentro de su manía le dio por preguntar qué cosas cubría Susalud y cuáles no, entre ellas un posible transplante de hígado ya que alegaba haber bebido mucho en la vida y prefería tener un donante sana que enferma. Fue así como ella terminó siendo inseparable de Ecopetrol (la santandereana) y otros cuantos, en medio del desconsuelo propio, se unieron a la megalomanía de La Rosa Mística, quien se arrodillaba cada vez que Álvaro Uribe aparecía en la televisión y les decía a los enfermeros que el único que podía mandarla a acostar era él, que ya estaba durmiendo sus cuatro horitas.
En cuestión de dos días (ya dije que el tiempo es muy relativo) volví a ser yo. Me encariñé mucho con la ancianita que lloraba durante la primera noche que pasé allá. En las mañanas me despertaba cantando “Alabaré, alabaré, alabaré, alabaré, alaaaaaaabaré a mi señooooor”. Enojada, salí de la habitación rascándome la cabeza y ella hizo la onomatopeya del gallo. Siempre que yo la veía la hacía. Entonces Boris, un enfermero al que por sordo creían bobo, me dijo que era su forma de llamarme. Yo me le acerqué, me dio la bendición y me dijo “Mi Gallito de la Pasión”. María Antonia se quedó atorada en la Semana Santa y así como contaba historias y pasajes bíblicos con pelos y señales, mezclaba la apariencia física de quienes estábamos allá con personajes de la Pasión, de su infancia, de su familia y de las personas que se le habían muerto, entre ellas su marido, por quien en principio lloró las primeras noches que estuve allá. Como sus hijos vivían en Manrique no tenían oportunidad de visitarla mucho; la señora se mojaba en la cama y muchas veces aguantaba frío porque se la lavaban y tenía que esperar a que se la secaran. No obstante, dentro de sus momentos de lucidez, decía: acá comemos y nos atienden mejor que si estuviéramos en el Intercontinental. Gallito, ¿me das un traguito Coca Cola? He tomado champaña, ¿cómo no voy a tomar Coca Cola? Yo tomé champaña cuando me casé, sabe horrible, pero he tomado champaña. Le di una botella de 600 mililitros y se la bogó toda. Al momento eructó, se sonrió, y empezó a volver a cantar. Yo la acompañé silbando y fue cuando Adriana, no me explico por qué, se sentó a mi lado y me brindó la atención y la comprensión más maternal que he podido recibir en los últimos años de parte de una persona ajena a mi mamá.
Nos pasábamos tardes enteras comiendo papitas fritas, jugando Rumi Q y fumando como putas encerradas (lo de encerradas me consta, lo otro no). Una noche se sentó a jugar con nosotros una muchacha de la edad mía a la que sólo le conocimos la voz un día antes de su salida, mismo en el que ingresó Felipe por problemas de adicción. Yo creo que entre mis chistes malos, mi forma de remedar al gallo y la belleza del muchacho la hicimos sonreír. Me dijo que yo era la única persona que había logrado hacerlo y me lo agradeció. Lástima que se fue cuando se estaba aliviando…es que allá hasta lo más lógico se vuelve absurdo.
Luego llegaron los niños. Uno de 12 con un problema de anorexia que asustó hasta a los más “idos”; otro de 14, que lo metieron allá porque no soltaba el computador. Entre el carisma maternal de Adriana, mi interés por la hermosura del de 14 y la inteligencia del de 12 (que es hincha del Medellín) formamos un quinteto con María Antonia. Luego se nos unió Ana María, con quien hice empatía porque una noche nos sentamos a hablar de los efectos de las drogas, de cuánta falta nos hacían, de cómo la adicción a las mujeres nos puede llegar a degradar hasta puntos inimaginables. A ella le tenía un poco de miedo porque, estando yo en Alborada, recuerdo que a su novia la convencieron de que no era homosexual y las apartaron. Miedo porque al final estaba haciéndome insinuaciones y uno está dispuesto a aceptar a los homosexuales siempre y cuando no se metan con uno…suena espantoso, pero es la verdad.
Lo que pude ver es que a medida que hay exclusión, hay unión. Quienes segregamos nos juntábamos entre nosotros, quienes eran segregados y quizá también nos segregaban se juntaban entre ellos para rezar el rosario y cantar mientras nosotros oíamos música porque teníamos iPod con parlantes, teníamos varios temas de interés en común (por lo general políticos y de carácter intelectual o de género), así como los locos, aquellos a quienes nosotros estando allá bautizamos así por no estar tan cuerdos, estaba, cada uno de ellos, con su tema.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Angustia




¿Leyeron las últimas dos entradas? Dios mío, qué horror, ni coherencia tienen. De todos modos las dejo, no sé exactamente por qué, pero ahí se quedan para que la gente que viene sepa cómo carajos afecta la depresión al individuo. Y esta vez uso individuo como término en vez de sujeto porque, creo que de septiembre para acá eso he sido: un individuo. Irresponsable e incapaz de todo, aislada por completo de la sociedad y los deberes que tengo como persona, como Estefanía, me abandoné en ella y de ella, dependiendo por completo de las migajas de la depresión, la frustración y la soledad.


A menudo me pregunto con impotencia qué es lo que se degenera en el sujeto para llevarlo a estadíos tan molestos, insoportables, dolorosos. Lo cierto es que, si bien los padecimientos mentales o del alma ahora son aceptados socialmente, no quiere decir que sean tratados con el mismo respeto y hasta reverencia con el que se le trata a un enfermo de cáncer o, inclusive, a quien tiene un transplante de hígado, riñón, pulmón, lo que sea. Yo soy transplantada de hígado y como tal sé que gozo de un trato especial por las personas que me rodean, mas no tengo ni obtengo la reverencia, el cuidado y la discresión de estas cuando la depresión se vuelve mi única aliada o la neurosis enciende sus motores y arranca en mí y de mí toda esencia, acelerando la gravedad de la Tierra para ponerme el ánimo (también el ánima) por los suelos, despojándome del alma, de la serenidad, de todo cuanto hace al sujeto, al ser humano, a la persona, convirtiéndome en un discurso sin palabras, o en palabras vacías de significado. No, no abogo por piedad o lástima, tampoco por compasión, pero ¿por qué en vez de ayudarnos a estar mejor nos tratan peor, utilizan términos despectivos para hablarnos y la comprensión la mandan al carajo para convertirla en crueldad?


Yo no me considero loca en un sentido estricto. Ningún libro técnico de psiquiatría o psicología contiene ese término ni lo define... de hecho, no estoy loca en lo absoluto, y no es esto una declaración a la sociedad o a mis lectores, como tantos otros sí se ocupan de demostrar lo que no se les ha pedido. Digo que yo no soy loca porque ningún profesional me ha diagnosticado eso, puesto que ya dije que eso sería imposible dado que ningún libro técnico en la materia tiene el término contemplado o definido. La locura, además, tiene tantos rasgos y tintes -desde el negro, carente de toda luz, hasta el blanco, colmado de ella, pasando por todas las tonalidades perceptibles y no perceptibles para el ojo humano, hasta manifestaciones de desesperación como el cortarse una oreja o salir a la calle diariamente a buscar personas del mismo sexo para tener relaciones coitales. Locura es dolor y es tristeza, locura es odio y es amor, locura es una tautología o un conjunto que todo lo encierra, llevándolo todo, y es que imposible sería si no, al absurdo supremo, por lo cual quien se precie de estar loco, en mi concepto, no está aceptando nada distinto a que es un ser humano con todo lo que ello implica. Pero tampoco soy demente, porque la demencia, más que en los manicomios, la he conocido navegando la red, viendo hordas en la televisión de personas sin sentido común o de orientación, no gritando ni corriendo desnudos, no, yendo calmados, en silencio, a las urnas...


No sé a qué vino toda esa diatriba cuando en realidad siento ganas de vomitar, físicas ganas de vomitar y no porque esté asqueada ni me encuentre en un estado de existencialismo extremo, sartreano, ¡nada de eso! Siento ganas de vomitar y me da miedo perder lo poco que quería de mí en ese acto grotesco. Iba a escribir de otra cosa y no sé por qué otra vez no logro hilar el tema con los asuntos.