sábado, 26 de febrero de 2011

Adonde corresponda

Mi niño hermoso,
Van a ser las tres de la mañana y no he podido dormirme. Cuando me desperté, era 25 y se conmemoraban tres meses de tu partida que, espero y le ruego a Dios, haya sido al lugar más hermoso que tenga el cielo. Creo haber sabido qué era la eternidad cuando, no recuerdo en qué mes del año 2003, me dijiste que no me amabas más. El infierno, por tanto, fue mi vida desde entonces. Lugar más espeluznante que este mundo y esta actualidad yo no conozco, así que no creo que estés en uno que lo pueda igualar en crueldad, horror y miseria. Sin embargo, como no tengo certeza de qué haya después de esto, si nada o acaso un sitio, un estadío del alma y en miles de cosas en las que divago desde que supe de tu muerte por andar averiguando de tu vida, prefiero no quitarme la mía y procurar llevarla en paz en lo que a Dios le dé por resolver si me lleva contigo, con mis abuelos o quizás, porque te digo que no sé, haya hecho que reencarnes en alguien que acabe con esto que, repito, ha sido una eternidad. Y en este caso, no me interesa lo que hubiera dicho Spinoza al respecto porque tengo la ilusión y me da la gana pensar que de algún modo nos volveremos a encontrar.
Quise muchas veces decirte, como Frida a Diego y a Chavela "yo te nací". Sin embargo, las cosas terminaron en un "tú me moriste", y así como hay gente que dice haber vuelto a nacer, yo creo ser de las pocas que volvieron a morir. Tu muerte me murió en vida... por segunda vez. ¿Sabes lo que me costó aprender a vivir con el dolor de resignarme a no tenerte? Era como si me hubieran segado el vientre y la boca obligándome a respirar a manera de tortura. Tú supiste de los maltratos que sufrí en mi adolescencia, que alguna vez me apuñalaron inclusive y, aún así, nada fue más violento, brusco y tortuoso que tu adiós. Ahora, si puedes imaginar, pues imagina lo que me causó saber de tu suicidio. De verdad que no entiendo para qué Dios diseñó un cuerpo que a la humanidad y a la especie le será por siempre inútil. ¿Para qué senos si no podré amamantar a tus hijos? ¿y yo para qué voy a escribir si interés no tengo de trascender? La estética es para los estúpidos que crean y erigen héroes, y los héroes son todos unos imbéciles que si no se hacen matar, se hacen héroes por haber matado o sufrido de cuenta de algún miserable más miserable que ellos. ¿Y qué es esa pendejada de ser útil? ¿eso para qué? ¿a mí qué me importa serlo si ya tú no existes y yo existo para ti? Estética, esa que alimenta al espíritu, era el deleite que me causaba contemplar tu figura, esa piel canela, tus ojos miel, el pecho perfecto. Ni Kandinsky, ni Neruda, ni Gaudí me importan ya. Las letras que conforman los libros que empiezo a leer se confunden con las palabras que recuerdo que pronunciaste -todas y cada una. En todas las ciudades y en todos los hombres una imagen borrosa de lo que eras tú se me aparece. La obra arquitectónica más preciada ahora es esa lápida de cemento que tallaron con tu nombre y las respectivas fechas: 7 de septiembre de 1985 - 25 de noviembre de 2010. Abajo 12 - 431 - 3, y a esa cifra, a tu nombre dibujado como con un palito, a eso se ha reducido la belleza para mí. Y es que claro, debajo estás tú. No, más bien lo que fuiste. Sinceramente no sé.
Mi amor, ya que van a ser las cuatro y me voy a dormir, te ruego que me regales de cumpleaños un sueño contigo. Bésame de una manera que yo pueda sentirla, acaríciame el pelo o acuéstate a mi lado de manera que yo sienta tu presencia. Mira que mañana me toca celebrar esto que llaman vida y tengo que poner la mejor de las caras, dibujar sonrisas, expresar emoción y gratitud. Tú que te mataste, debes entender perfectamente lo difícil que es todo eso. Y por favor, donde quiera o en quien quiera que estés, espérame porque todavía no voy a irme y al parecer me falta un buen rato. Si ves a mi abuela, dile que no venga ella por mí. Y abuela, busca a Juan Pablo y dile que quiero que sea él quien me recoja. No sé, arreglen entre ustedes dos eso o hablen con Dios que lo han de tener más cerquita.
Te mando un beso. Te amo con toda mi alma.
Estefanía.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Ausencia

Decir que hay ausencias que matan es tan redundante como cantar sin pensarlo siquiera, al estilo de ese salsero mediocre, que su amada fue su media mitad.
La ausencia es, acaso, la presencia más latente y avasalladora. Y mata, claro, porque esa presencia llena de vacío y de soledad crea en el sujeto que la siente y la percibe un constante deseo de muerte, de no querer estar o existir, de perderse de esta vida, de ausentarse para siempre.
Aclaro que no es mi intención crear un oxímoron ni pretendo buscar figuras literarias para darle más fuerza a este escrito. Yo soy una escritora muy mediocre que se vierte, y a veces se deshace en letras precisamente por esas ausencias que describo... es la única forma de mantenerme viva. Ni sé para qué lo publico, sé que sólo estoy dándoles armas a mis enemigos.
En fin.
Advierto, caso aparte, que no respondo por la pobreza de mi lenguaje. El dolor que me produjeron dos presencias de ese estilo, es decir, la ausencia de dos personas, llevó a que me hicieran una terapia que ya describí aquí e hizo que mi memoria y mi bagaje lingüístico, de por sí pobres, se minimizaran.
No, no es que me tire duro, es que soy sincera.

Juan Pablo se me murió. Me dijeron que se suicidó el 25 de noviembre de 2o1o, pero yo vine a enterarme hace dos semanas. De él no sabía nada desde hace cinco años, pero, y lo sabrán decir quienes me conocen, siempre estaba presente en mis conversaciones a manera de anhelo, de despecho, de dolor, de amor del bueno. Ahora lo está, sí, pero como elegía, como un duelo que jamás podré elaborar, como dolor, frustración, impotencia. Hoy más que nunca siento que lo amo como no he amado a nadie, y creo que jamás podré amar de esta manera. En el fondo, pensaba que seríamos como los viejitos de El amor en los tiempos del cólera y que en nuestra vejez nos reencontraríamos para amarnos durante el tiempo que nos quedara de vida.
Pero no. La vida me lo quitó. Porque esta vida, al menos la mía, es una perra hijueputa que no me deja morirme pero me quita a todas las personas entrañables y valiosas, dejándome al lado a otras que estorban, dañan, cansan, martirizan.
Primero se llevó a mi abuela, luego a mi abuelo, luego a mi otra abuela. ¡Desgraciada! Me puso en frente a una psiquiatra que me separó de Juan Pablo, y no quedando contenta, dejó que se me muriera. En cambio a mí, a mí que la he retado tantas veces, que la rechazo desde que me levanto hasta que me acuesto, a mí me consigue hígados para mantenerme en este mundo de mierda, me da salud física en abundancia y tormentos del alma a granel para que, con cada respirar, desprecie más el hecho de estar aquí.
La maldita no valoró el esfuerzo que hice la otra vez de mandarla pa' la puta mierda tomándome un montón de pastillas, logrando acabarme el hígado y llegando al punto de estar en coma y toda la cosa. Faltando horitas para morirme, apareció un donante. Ella prefirió llevarse a otro que tal vez sí quería vivir para dejarme a mí aquí viviendo toda la inmundicia que me ha tocado vivir en estos cinco años. Y en cambio a Juan Pablo, que hizo exactamente lo mismo que yo, a él sí lo bendijo con la muerte.
Como me está fallando la memoria, no recuerdo exactamente en qué mes del año pasado conocí a Piedad Córdoba, mi ídolo, mi máximo adalid político. Hicimos una amistad tan bonita, tan maternal, tan increíble, que yo llegué a pensar que precisamente por eso estaba circulando en el planeta. Todo empezó a tener sentido, el sufrimiento por la ausencia de Juan Pablo casi había desaparecido, sentía que mi abuela me había otorgado esa relación para darme tranquilidad y sosiego, que la cabrona, es decir, la vida, por fin, ¡por fin! estaba siendo benévola conmigo. Bah, no sé por qué llegué a confiar en quien tantas veces, desde niña, me ha fallado. Ahora mi senadora me desprecia, no me habla, acaso me determina por cortesía contestándome que gracias con signos de admiración a los mensajes de texto que le mando por el celular, porque me bloqueó en el BlackBerry y creo que en el correo electrónico también. Ah, sí, y en el Twitter, aunque ese fue el cacorro que trabaja para ella, Andrés, que se cree su dueño, su marido o algo así. Pero de ese mandril no voy a hablar más, no merece la pena. Sólo diré que es el José Obdulio de la izquierda, como bien le dijeron en estos días, y nada más.
Ay, que se enoje ella por decir eso de él, ya da lo mismo. Además, ni creo que me vuelva a leer en su vida. Yo siempre digo las cosas como son y como las siento, y no por tratarse de su niño consentido voy a cambiar eso. Yo la quiero es a ella, la respeto es a ella, la admiro es a ella.
El caso es que sentir la presencia de su ausencia ha sido tan doloroso como la muerte de Juan Pablo. A Piedad la quiero más que a mi mamá, casi o igual como llegué a querer a mi abuela Lucinés. No me importa que ya me haga desplantes y que no sea conmigo como lo era antes (quedó un verso chueco que no pienso arreglar), que de repente me ignore, que me salga con reproches, yo la admiro muchísimo. No creo que vaya a lograr la paz del país, pero como a mí Colombia me tiene sin cuidado, me da como que igual. Y eso en definitiva no importa, porque los logros que ha obtenido son inmensos. Sólo en mí, logró lo que ni mi psiquiatra como en siete años pudo. Claro que ya todo eso se echó a perder, pero no importa, porque al menos puede presumir que Estefanía fue feliz durante unos meses, entre otras cosas, gracias a ella.
Como la vida mía es tan desgraciada, no creo que las cosas vuelvan a ser como antes con respecto a la senadora. Hará que, al igual que con Juan Pablo, sufra porque ya no pueda contar con ella, ni acudir a sus consejos, ni nada por el estilo.
Sólo espero no volver a conocer a nadie, ya no quiero. Por eso no volví a salir ni a la esquina. Ya no quiero volver a presenciar la ausencia de nadie... ah sí, que se vayan los que estorban.

jueves, 3 de febrero de 2011

Volver

Debía volver a escribir, ya se estaba volviendo imperativo. Perdonen si esta entrada no tiene la misma calidad de las anteriores, si es que acaso las anteriores tienen calidad alguna. La escritura, como la lectura, fueron atropelladas por la electricidad en el cerebro.
Hacía mucho que las entrañas me pedían que escribiera, que me vertiera en letras, que me expresara con caracteres. Lo intentaba, pero la mediocridad me invadía, o no, era la incapacidad, lo que llaman musa se había ido, eso que concatenaba las ideas con fluidez de repente se atascó.
Ahora que lo recuerdo, debo hacer una reseña sobre Juan Pablo para un portal del Medellín, porque él, como yo, y yo gracias a él, me volví hincha de ese equipo. Todo por un beso. Pero bueno, contaré esa historia donde corresponde, no acá, porque, además, me parece muy apresurado hablar con tan poco talento de una persona a la que amo tanto y que me merece las más impecables líneas de dolor, de duelo, de recuerdo.
Dejé los choques esos precisamente porque me estaban mermando en todo y robándome mis recuerdos más preciados, inclusive los más irrelevantes. Y de hecho, no me estaban ayudando a controlar la depresión pues, ¿cómo puede la energía eléctrica aminorar el dolor que causa el que aquel hombre que idolatro se hubiera quitado la vida? Y a ver, ¿qué podía hacer ella con respecto al desprecio que de repente empezó a sentir hacia mí mi máximo adalid político? No valía la pena entonces borrar los recuerdos que tenía de ellos para seguir añorándolos de todos modos. Mejor los añoro de verdad, es decir, recordando con dolor lo que ya no será. Si no, no sería añoranza, sino recuerdo vago y deprimente, nada más.
Una residente de psiquiatría me comentó que mis recuerdos y habilidades volverían, no todos, en seis meses. Sin embargo la doctora Irene, mi psiquiatra, con muchísima más experiencia, me dijo que si me lo proponía, si hacía esto que estoy haciendo, todo eso regresaría más pronto.
Obvio, yo no creo en musas. Creo en las neuronas que se queman con la luz, en los impulsos que hay dentro del cerebro, en lo que sea que radique todo eso que le da a uno la capacidad para escribir.
Además de todo eso, los electrochoques le quitaron el sabor al tinto (café) e hicieron que fumar no se sintiera igual. ¡Maldita sea! Eran las cosas que más disfrutaba hacer, y ahora, aunque lo hago, no es lo mismo. Pero bueno, yo me lo busqué.
Por lo pronto, tengo pensado, ahora sí, escribir un libro. Debo practicar porque, como dije, he perdido la costumbre, o más bien la habilidad.
Por lo pronto, es todo. Luego intentaré escribir con más soltura.