jueves, 21 de agosto de 2008

Reciclando II

Por alguna razón encontré este escrito que versa sobre otro manuscrito mío sin terminar... ¿a manos de quién fue a parar? Sé que lo terminé, eso puedo jurarlo, inclusive sé que es del primer semestre de 2007, empezado a dibujarse en tinta roja más o menos a finales de abril y terminado a principios de junio. Tal vez este blog me obligue a conservar mis cosas o a recordar en qué pupila las puse por última vez; por ahora me resta tener la esperanza de que mi psiquiatra puede tenerlo en versión impresa, Arial 14 ó Garamond del mismo tamaño.
Aclaración: Lo que está escrito al final, en otra fuente, en un principio era rojo. Lo de "encima" o de "arriba" de ésto parece que tiene que ver con él. Gracias.


Ay Dios mío, cómo pierden encanto las cosas escritas en un papel cuando se incrustan en una hoja que simula serlo, metida dentro de una pantalla que no permite que la tinta se corra a medida que el escritor va llorando mientras recuerda, especialmente cuando recuerda lo que ya había plasmado en rojo descarnado, especialmente cuando lo transcribe y ve que la exactitud milimétrica de estos programas constriñen el alma y el pensamiento.
Pero bueno, lo que hoy entendemos (decimos que es) modernidad no sólo ha traído consigo estas facilidades tan poco románticas y sumamente pragmáticas. También, cómo no iba a hacerlo, trajo consigo lugares de encierro bautizados con toda clase de eufemismos, construidos y ubicados en lugares exclusivos. El área de la salud, por ejemplo, se ha prestado para esto de manera incondicional: leprocomios, manicomios y todo tipo de jaulas donde se encierran (lo que presupone de inmediato un rótulo para el sujeto que ingresa, no se sabe si por voluntad propia o a la fuerza, todo depende del caso, conste que me pasé una vida entera intentando que me creyeran que estaba loca y por desgracia lo logré) no tanto a personas que atenten en contra de las leyes establecidas por el Estado, pero sí cuando alguna “atenta” en contra de las leyes establecidas por la moral erigida en nuestra ya milenaria sociedad occidental y moderna, ultramoderna, posmoderna - que ,para el caso, la cosa viene a ser lo o la misma (no excluyamos al género correspondiente, esto no debe hacerse en un trabajo que versa sobre la exclusión, y muy bien sabemos cómo se las gastan las feministas con las y los artículos, así estos sólo sean de género masculino…), pues de las torturas y martirios de la Inquisición durante el Medioevo pasamos a los actos de buena fe que cambiaron las hogueras por guillotinas, los grilletes por camisas de fuerza, la Iglesia por la sumatoria de las voluntades (a esto también se le conoce como democracia); que ya las brujas no son brujas, que ya los poseídos por el demonio no gozan de tal privilegio sino que están locos y con la mejor suerte que podemos correr, tanto brujas como poseídos, es con el reciente apogeo de los electrochoques, mismos que estuvieron en desuso porque, en un momento de extraña lucidez, la psiquiatría descubrió que eran tan nocivos en determinado momento como lucrativos en el de ahora. Freír el cerebro con no sé qué tantas cantidades de voltaje, hoy es tan común en la medicina como aquello de inyectar plásticos que se adaptan al cuerpo humano y terminan por curar la fealdad o la vejez.
La gente “de a pie”, como les dicen no sé dónde, ignora por completo que aún encierran en los manicomios sin diagnóstico alguno (también les fríen el cerebro) a muchas personas. Yo, por ejemplo, siempre creí que eran cosas de la primera mitad del siglo pasado, acaso algo muy común en la época de Chejov, cuando escribió La sala número seis.
Llegando a este punto, recuerdo aquella novela corta y mi breve estadía en el “enfermatorio” de Santa María de los Ángeles, cerquitica al Club Campestre, en la casa que fuera de una familia de renombre en la ciudad, la región y el país. Obvio que me refiero a la familia y no a la casa, que también debe tener renombre, reputación y prestigio en esos tres ámbitos, desgraciadamente no por su belleza arquitectónica ya ultrajada “por el bien del paciente”, sino porque (más o menos desde el nacimiento del nuevo milenio) cada vez que alguien acude a un psiquiatra y se pone a llorar, terminan encerrándolo arguyendo que el recién entrado en desgracia sufre de depresión.
He aquí, pues, un episodio más de las fantásticas y terribles aventuras y desventuras de Estefanía Uribe:

La mano tiembla, no es para menos. Antes tuvo que buscar a Joan Manuel Serrat, ponerlo a sonar. El miedo y la tristeza, quién sabe por qué, cuando oyen música, se esconden…estando uno ya afuera, claro.
Adentro, allá…allá, por el contrario, la “Loca de la casa” hace de las suyas y, de todos los internos, es la única a la que no pueden encerrar en aquel cuartito de muy poquitos metros por otros tantos aún más pocos; no la amordazan, tampoco la “inmovilizan”. Creen los gendarmes y autoridades de aquellos lugares que la aplacan con eso que llaman medicamentos de nueva generación (Prozac, Remeron, Zolof), un poco de litio, otro tanto de ácido valproico y barbitúricos y benzodiazepinas en todas y cada una de sus presentaciones.
Como quien está escribiendo esto fue a parar allá por razones aún desconocidas, no tenía un diagnóstico en su historia clínica distinto al de “Pte con transplante hepático” (SIC) y, encima de esta, una cinta rotulada en tinta negra y caligrafía clara con la advertencia de “No inmovilizar”. Siendo así las cosas, a esta sólo le suministraban el Rivotril que toma desde la última temporada que pasó en aquel “pedacito de cielo” tan acogedor hace cinco años, paraíso terrenal donde recién habilitaron las piezas a manera de morgue con lámparas de neón y camas de enfermo, de tal forma que el paciente pueda darse cuenta de que efectivamente padece de algo o, al menos, que no debe sentirse cómodo, como en su hogar.

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