Yo la vi llorar como nunca he visto llorar a nadie en la vida. Sólo tenía 16 años, pero quise saber a qué sabía su dolor, entonces la besé en las lágrimas. ¿Qué haces?, me dijo. Si no sé a qué sabe tu llanto, ¿cómo quieres que te haga feliz?
Pero sus lágrimas no tenían el sabor del mar. Al principio un sabor muy amargo, como el de la cocaína, anestesió mis papilas gustativas. Luego, con un sabor prolongado, sabían dulces, más que el azúcar y la miel. Algo de ácido, quizá por su humor, tal vez por su manera de ser, me supo agrio en el paladar... su llanto era como los colores del mar Caribe, difusos, difuminados, afeminado y tosco, tierno y brusco, masculino, muy macho, de hembra en celo, muy femenino.
Nunca pude quitárselo. No el llanto, tan inusual en ella; la tristeza, todavía tan habitual, como si fuera algo que cargara desde tiempos inmemoriales, algo que portaba con la cadencia de su voz y la altivez, la altanería y la decadencia de sus ojeras.
Me alejé de ella cuando comprendí que su amor hacia mí iba a matarla. Si me alejaba tal vez se suicidaba, pero si me quedaba, si la dejaba a mi lado, si por algún motivo hubiera permanecido conmigo podía morirse de amor. No es pretencioso afirmarlo. Lo digo yo, que soy ella a través de sus letras, a quien amó y a quien amará mientras viva, aquel que con un primer beso logró lo que ningún hombre en su vida, a sus veinte, y cayera en sus brazos -en los míos- en, con un éxtasis absoluto.
Yo, Juan Pablo, a través de Estefanía puedo decir que ningún hombre en el planeta, en la historia de la humanidad, nadie, ha sido tan amado.