Ya me hicieron la primera sesión de la terapia electroconvulsiva. Dolores en la espina dorsal y en los músculos son la única novedad, aunque debo esperar, porque es la primera de doce sesiones, pero es que no puedo beber, pasé el 24 sin hacerlo.
Por cierto, no he olvidado nada. Las constantes ganas de morirme no han desaparecido, como tampoco las ideas obsesivas, ni los pensamientos que llaman algunos tanáticos. Por eso, me tocó meterme a la cocina y bogarme unas cuantas cervezas como si se tratara de agua, para soportar la realidad latente: que no tengo amigos, que estoy sola, y que ni siquiera una intervención de esas llegó a importarles como para que me dieran una llamadita. Claro, hubo gente que se preocupó por Twitter, pero yo por ahí no conozco a casi nadie personalmente, y no pasaron de los 140 caracteres... tranquilos, tampoco esperaba cartas, solo la de alguien que a duras penas se inmutó.
Cuando me trasplantaron, en cambio, todo Medellín asistió a verme al hospital San Vicente de Paúl. No era para menos. Se trataba de un trasplante hepático por intoxicación con acetaminofén y era toda una atracción de circo. Duré un mes en el hospital, además de haber estado en coma. Esta vez solamente fueron unas cuantas convulsiones que no duraron ni veinte minutos, nada de qué asombrarse, y menos viniendo de parte de una loca como yo. A la media hora ya estaba en la casa durmiendo la anestesia, como si nada. Después, un leve dolor de cabeza. Luego comí, pero no me dejaron beber.
Lo que quiero decir es que el cambio no fue sustancial. Aún tengo ganas, y muchas, de desaparecer, de morir, de no estar, de no existir. Quisiera tener la capacidad de enterrarme un cuchillo o de tirarme por el balcón, de encontrar un veneno bien potente, de salir corriendo y que me coma la noche fría y lluviosa.
A decir verdad, lo único que olvidé por un instante fue la fecha. En mi memoria aún están intactos los desplantes, las colgadas de teléfono, las negativas, las humillaciones, la fatalidad de haber vivido esta vida.
Los recuerdos más bellos están ahí para atormentarme y decirme que esos días no volverán.