miércoles, 21 de octubre de 2009

Bebida

Muy bien. Como no hay nada hasta el momento que demuestre que beber me causa las cosas que me causó el sábado, he decidido ponerme a prueba para demostrar lo contrario con un licor de vodka y cognac que suele mezclarse con vodka puro. Tiene un porcentaje de 17 grados de alcohol, lo cual no es mucho, y es que no pude encontrar ni una cerveza en esta casa.
Sin embargo, creo que es más interesante con este porque fue de lo que tomé aquella espantosa vez que me provocó vómitos y calambres. Estoy dispuesta a sentirlos de nuevo si es necesario, hasta que el organismo se acostumbre y se cure de este penoso mal que me aqueja, y que pareciera que piensa aquejarme si yo se lo permito.
No creo, además, que agregarle un elemento a mi tediosa rutina diaria me venga mal. Nada más saludable, quisiera agregar, que un hígado y un organismo bien educados para ingerir alcohol en grandes cantidades, así digan lo que digan los que tengan que decir algo al respecto de modo contrario.
Y es que creo que esto de beber es como el deporte. A medida que se deja de hacer, el cuerpo va perdiendo acondicionamiento y aptitudes, se cansa, vomita, patalea, le dan resacas, entre miles y miles de cosas que puedo enumerar de cuando no me excedo debidamente.

Alguna vez escribí que la gente no se moría por estar bebiendo. La gente bebe porque se está muriendo. Simplemente la vida es asfixiante, y más lo es en sobriedad... bueno, aquella vez me quedó mejor que esta, pero ya se me perdió y no creo poder recuperarla, estaba en un blog que borré en medio de una resaca tremenda y olvidé guardar las cosas que verdaderamente valían la pena. Lo importante ahora es la idea. Y recalcar que aquella resaca era moral, no por bebida.

Yo no puedo vivir sin beber porque, además, las canciones de Chavela Vargas no tendrían sabor. De hecho, Chavela dejó de tragarse el alma al cantar una vez que dejó de beber, y tengo pruebas auditivas para demostrarlo. Muchos se lo atribuyen a su edad, pero se equivocan. Chavela cantaba mucho mejor borracha que en sus "cinco sentidos" (es que, cuando se bebe, se alcanzan como dos o tres más), tenía más sentimiento, era más afinada. Y en cuanto al sabor de sus rancheras, es cosa que sólo degusta el paladar con más de dos copas de cualquier licor.

Bueno, ya llevo dos vasos del elíxir azul que describí al principio y estoy bien. Espero poder continuar sin contratiempos, porque así sea a pesar de ellos, seguiré intentando beber hasta que logre aguantar tomarme, al menos, una botella entera de vodka o tequila pudiéndome quedar parada y sin tener dolor de cabeza al otro día.
Lo demás, aquellos problemas que me aquejan y que no pueden arreglar ni el alcohol, ni los cigarrillos, se perderán en el olvido del fondo de una botella.

martes, 20 de octubre de 2009

¿Qué me pasa?

Llevo demasiado tiempo encerrada, ¿es eso una vida normal?
Mi rutina diaria consiste en levantarme más o menos a las doce del día, prender la televisión, ver Friends, conectarme a Internet para revisar de manera compulsiva mi Facebook, mi Twitter, los foros de Gloria Trevi y mi correo mientras espero a que den las seis para poder ver Dr 90210. Después repito Friends, vuelvo a conectarme, a veces, si me acuerdo, como.
Hablando de Friends, en uno de los capítulos Joey, Chandler y Ross, después de salir de fiesta y llegar completamente extenuados al Central Perk, coinciden en que ya están muy viejos ("viejo, ya tengo 28 años y no creo que tenga nada de malo querer llegar a mi casa a ver la tele para luego descansar", dijo uno de ellos) como para andar de juerga y vivírsela parrandeando, de aventura en aventura. No es que yo quiera llegar a mi casa a ver televisión para luego descansar, ¡n0!, porque a eso me dedico el día entero, pero sí me pasó que el sábado estaba con unos amigos, compañeros de filosofía hace ocho años con los que me la pasaba bebiendo semanas, metiendo coca, yendo de un lado para otro sin parar, y vi con tristeza que nuestra última fiesta nada más duró hasta las diez de la noche. Lo que más me pudo de todo esto fue ver cómo yo me cansé rápidamente y después de dos vasos de vodka ya me sentía mal, cuando antes yo solita me tomaba una botella y media. Quiero pensar que eso del vodka se debe a una cirugía que me practicaron hace tres semanas, en la que estuve sometida a la anestesia por unas siete horas y media. Me da pánico pensar que se deba a mi transplante o a cuestiones de la edad, porque ya han sido años los que llevo aquí encerrada, sin disfrutar debidamente de la primavera de mis veinte años y sometida a un reposo bastante aburrido y monótono. Pienso desquitarme cuando mis amigos regresen de donde están, o acaso cuando encuentre unos nuevos o qué sé yo.
En cuanto a mis compañeros de filosofía, no sé si les sucede como a Joey, Chandler y Ross o sólo se debió a cosa de una sola noche.
Últimamente siento mucho cansancio, pese a que no hago nada en el día, como habrán podido leer al principio. O tal vez sea debido a que no hago nada, sólo subir y bajar unas cuantas veces las escaleras para ir a la cocina por tinto o a pedirle comida a Dina, la empleada del servicio. ¿Se tratará entonces de desacondicionamiento físico? Eso espero, aunque, ¿por qué mi baja tolerancia a las bebidas alcohólicas? ¿habrá algún médico que pueda responderme a eso? Esto último es lo que más me preocupa, de verdad. El sedentarismo formó parte de la vida de Churchill, quien se dedicaba a tomar creo que cognac o whisky y a fumar habanos el día entero, aparte de echar cantaleta, claro. ¿Por qué nunca tuvo intolerancia conocida hacia la bebida?
Esto es realmente serio. Muy serio. Recuerdo que cuando ingresé a rehabilitarme de nada a la clínica Alborada en San Lucas, lo que más me preocupaba del programa y de los terapeutas era que, a mis apenas veinte años, ya me habían desahuciado de beber alcohol porque juraban que tenía una dependencia incurable. Vaya, eso es obvio, y no es cosa que quiera arreglar. Bueno, el caso es que no me preocupaba tanto que me prohibieran la cocaína e intentaran a toda costa que yo dejara el hábito, pero el hecho de pensar en que jamás podría volver a beber me perturbaba y me deprimía, razón por la cual, creo, duré unos dos años y tanto más en ese horrible manipuladero de mentes y almas.
Ahora no es tiempo de quejarse de Alborada, no, eso será luego. Lo que quiero señalar es que me preocupa muchísimo que mi organismo no pueda tolerar grandes cantidades de alcohol, digamos de aquellas estilo bacanal o carnaval, de esos que duran como una semana, o como los que yo solía hacer, de diciembre a febrero o hasta que se acabaran las vacaciones.
Luego de Alborada vino el transplante. Como era de hígado, todos suponían que jamás volvería a probar gota de alcohol. En medio del dolor que tenía en el vientre y de la incapacidad que tenía para moverme a causa del coma, la hinchazón en el cuerpo y las múltiples máquinas a las que estaba conectada, lo que más me consternaba del asunto, una vez me recuperé de los delirios de la encefalopatía, fue la constante advertencia por parte de familiares, médicos y amigos sobre el alcohol y esa sentencia a la eternidad de que ya no podría beber nunca más. ¡Tamaño disparate el que ocasioné con la ingesta de acetaminofén en cantidades desproporcionadas! Sin embargo, después de eso, después de intentos de emborracharme a escondidas, de vómitos y dolores abdominales, de mareos y hasta parálisis faciales, descubrí que podía beber sin mayores problemas. ¡Qué alivio!
Luego volví con la cocaína, y me cayó mal después de cuatro años sin usarla. Me dieron ataques de pánico y no era capaz de consumir siquiera un gramo cuando, en mis mejores épocas, llegué a meterme treinta. De todos modos eso no me importó. La cocaína no es un suplemento o sustancia esencial en mi vida... pero ¿que yo tenga intolerancia al alcohol, que sienta que me falta el aire cuando lo consumo y empiece a marearme cual novato que jamás se ha emborrachado? Eso es de preocuparse y de preocuparse muy seriamente. Tanto, que estaba a punto de dormirme, eran más o menos las 2:00 a.m. y me vi compelida a venir a escribir esto, porque el hecho de pensar en un desacondicionamiento hepático o metabólico que no me permita aguantar más de dos vasos de vodka en realidad me quita el sueño y me paraliza.
Espero, por mi salud mental y la de quienes me rodean, que la cosa se deba a la cirugía y a la anestesia aplicada. Si no, habré de morir ingiriendo alcohol, no me importa que me den calambres, vómito, diarrea... es mejor eso a una sana sobriedad

jueves, 15 de octubre de 2009

Transplante

Ahora que sé que mi círculo de lectores se ha expandido, por más que quiera hablar o decir de muchas cosas, ya no podré hacerlo. Son muchas las cuestiones que rondan por mi cabeza, muchísimas, más ahora que estoy vetada del foro de Gloria Trevi y que se han presentado situaciones en las que no he podido dar mi opinión. Sin embargo, ese es un tema, un asunto, esa cuestión ya tiene que ser dejada a un lado, tanto por mi salud mental como por el respeto que le debo a las personas que me leen. Y aunque sea ya sabido por muchos que es cosa que me ha obsesionado desde tiempos inmemoriales, no es excusa para volver este un sitio monotemático cargado con mis obsesiones.
Ya ni siquiera sé por qué abrí esto hablando de eso si vine a escribir sobre transplantes. Pero en el camino, de repente, me asaltó el sueño, como si al darme cuenta de que, al momento de empezar a tratar el tema, mi mente quisiera evadir eso y prefiriera adormilarme para que no desarrolle. ¿Será acaso que aún no supero el hecho de tener que tomarme dos pastillas diarias del tamaño de una bala para poder estar viva? Muchas veces me pregunto cómo se sentirán mis hermanos al saber que tienen una hermana transplantada de hígado. Saber que yo necesité ese transplante porque me intoxiqué con acetaminofén, en un momento en el que ya no quería vivir... aunque ese es el motivo principal por el cual transplantan hígados en Inglaterra y otros lugares de Europa, pero el hecho de que sea un motivo principal, no quita que en ellos cause algo, no sé, ¿dolor?
A mí, por ejemplo, me causa palabras que no logro encontrar. Muchas veces, cuando ingiero la pastilla que es como una bala -se llama ciclosporina, me permito recordar cómo era mi vida antes de todo esto. A decir verdad, no era tan distinta. Lo único que ha cambiado es que me tengo que tomar una dosis diaria de ciclosporina, una en la mañana y otra en la noche, aguantarme los efectos adversos que, más que molestos, son un dolor de cabeza para el mantenimiento de la belleza personal, pues hace que crezcan vellos en todos lados de manera acelerada y el costo del láser es bastante oneroso. Aparte de eso, una cicatriz en forma del logo de Mercedes Benz se dibuja en mi abdomen, misma que mi tío Germán corrigió un poco hace quince días en el quirófano. Por último, están los chequeos periódicos con el grupo de transplante hepático en el Hospital Pablo Tobón Uribe: muestras de sangre, revisión general por parte de mi médico internista y los cirujanos para que al final me digan que siga como voy.
Aún así, el saber que porto una presa vital de alguien que tuvo que morir para que yo esté escribiendo estas líneas, en síntesis y para no ir más lejos, me hace sentir incómoda y va creando encima de mi cabeza un signo de interrogación mayúsculo que apunta a cuestionarme sobre ontología, existencialismo, ética, avances médicos, reciclaje de vidas, Frankenstein, coseduras internas, el fenómeno de la vida, el de la muerte y el de los santos óleos.
Ya dije que no debía hablar de eso, pero ¿qué pensaría mi donante sobre Gloria Trevi? ¿quién era? ¿a qué se dedicaba? Sólo sé que era un hombre de 21 años y que perdió la vida en un accidente automovilístico. ¿Sabrían sus padres o esposa o quien decidiera donarlo que yo deliberadamente escogí morir? ¿qué pensarían al respecto si se enteraran de ello? ¿qué tan grande es el dolor que sienten por la pérdida de esa persona?
Recuerdo que mi mamá quiso enviarles arreglos florales, pero, por cuestiones legales, ni la familia del donante debe saber quién es el receptor, ni el receptor debe saber quién es el donante. ¿Se imaginan? Uno, que a menudo regala cosas en agradecimiento por favores médicos o de otra índole, no puede regalarle nada, absolutamente nada a quien le dio la oportunidad de la vida. Mis cirujanos reciben regalos cada diciembre, al igual que todos los médicos que por una u otra razón me tratan: el internista, la psiquiatra, el ginecólogo, el endocrino, el cirujano de las hemorroides, el otro internista. No sé, la familia de mi donante aunque sea una misa se merece. Aunque tal vez son ateos como en mi casa.
Otra cosa que me parece curiosa es que un órgano no puede tener ningún costo. Ninguno en lo absoluto. Otra cosa es que la cirugía, subsidiada en un ciento por ciento por la EPS o aseguradora, cueste 300 millones de pesos colombianos, es decir, unos 150 mil dólares estadounidenses... ¿acaso ese es mi valor como persona? Sé que no, pero a veces me lo he planteado, y si a eso le sumo el costo de las cirugías posteriores que me he realizado, más el de las pastillas que me tomo diariamente, lo más probable es que ahora esté valiendo unos 200 mil dólares, y eso porque me devalué con el transplante, ¿me explico? No soy tan buena como si estuviera nueva o sin el transplante, que viene a ser como un defecto por el cual tendría que hacer rebaja. La guerrilla, sin embargo, tiende a valorizarlo más a uno. Ellos cobran por encima del millón de dólares a la hora de un rescate, pero, ¿cuánto valgo yo si me dejo de tomar la ciclosporina allá en el monte? Lo mismo que vale un muerto.