EL HOLOCAUSTO DEL PALACIO
Carlos Betancur Jaramillo
NOTA PREVIA. Algunas de las referencias que aparecen en estas notas fueron tomadas del Diario Oficial del martes 17 de junio de 1986 (No. 37509), en el que aparece el “informe sobre el holocausto del Palacio de Justicia”, elaborado por disposición del Gobierno Nacional por los Doctores Jaime Serrano Rueda y Carlos Upegui Zapata. En dicho estudio, trascendental para el conocimiento de los hechos, está parte de la historia de la tragedia. Aunque no comparto las conclusiones de dicho informe, esto no le quita su real mérito a este importante trabajo. De ahí que los folios que aparecen en este escrito corresponden a dicho documento oficial. La mayoría de los interrogantes se hacen con base en las irregularidades destacadas en ese informe por los citados profesionales.
En Colombia no pasa nada. Y no pasa nada porque así lo requiere nuestra idiosincrasia. Por eso, para ocultar nuestros complejos de culpa, acuñamos la frase inicial, la cual debería figurar en nuestro escudo nacional al lado de esa otra leyenda que también se volvió vacía: “Libertad y Orden”.
Para muchos, ni siquiera el holocausto del Palacio de Justicia ocurrió. Y no ocurrió porque todos los comprometidos en las jornadas sangrientas del 6 y 7 de noviembre de 1985 fueron, a la postre, absueltos o condecorados. Quedaron sólo los muertos y los desaparecidos, pero su recuerdo, para angustia nuestra y tristeza de los que lo padecimos, quedó reducido a un frío dato estadístico.
No faltó quien, un destacado ex ministro de Hacienda de la época, escribiera en el periódico de El Tiempo ese fin de semana, que se habían salvado las instituciones, porque éstas, en todo caso, estaban siempre por encima de los hombres.
En ese entonces, y ahora lo recuerdo, se me vino a la memoria como una réplica muda las palabras que pronunciara el profesor español Tomás y Valiente en la Universidad de Salamanca durante un foro internacional sobre la tortura:
“No hay en el mundo nada más importante que un hombre, que todo hombre, que cualquier hombre”.
Pero bueno, la otra era la voz del “establecimiento” a través de uno de sus más connotados voceros y merecía todos los reconocimientos y hasta el silencio de los deudos para evitar que sus protestas fueran tachadas de subversión.
Y así entendí, desde ese entonces, que para nuestras autoridades lo que decía el profesor español no era más que retórica o palabrería hueca, ya que lo más importante en ese momento, para la tranquilidad de las conciencias, era el ocultamiento de una realidad que todavía nos estremece y aterra.
Después de reflexionar a través de estos años sobre los hechos que nos reúnen hoy en esta efemérides, en buena hora revivida por la Universidad, y después de recordar la defensa cerrada que se hizo del gobierno del presidente Betancur y de sus fuerzas armadas, por los esfuerzos heroicos que, según los áulicos de éstos, desplegaron para salvar la democracia, llegué a la más simple de las conclusiones: los responsables fueron los jueces, quienes, sin invitación previa, participaron en la gesta democrática organizada por el agonizante M-19, con el vacilante y parlanchín gobierno nacional como único invitado.
Conmovido por los hechos me vi obligado a iniciar la recuperación de mi autoestima, la que había quedado por el suelo, como sucedió con la de mis colegas y amigos. Todo esto porque, impresionado, terminé pensado que los únicos responsables habían sido los jueces por encontrarse en lugar equivocado.
Mientras tanto, como era de esperar, la iglesia, los partidos políticos y los gremios, multiplicaron sus voces de apoyo y de aplauso y salió a relucir lo de siempre: que todo se había hecho por el bien de la Patria; que ya no era época para reclamos y recriminaciones, porque así se le prestaría un flaco servicio a la subversión.
Y entretanto también, la justicia, ahora sí necesaria, inició tímidamente su oficio y se dejó ahogar por los gritos de absolución que nos permitiría, sin manchas, retomar el camino de grandeza que habíamos perdido. Y por eso mismo, ante esa justicia vapuleada, el Presidente quedó como un héroe legendario por haber evitado el golpe de Estado; el M-19, sediento de democracia y moribundo, aceptó las conversaciones de paz; y las fuerzas armadas quedaron erigidas como el pedestal de nuestra preciada paz. Tanta propaganda se hizo, que las autoridades, como “Boyacá en los campos”, brillaron de nuevo a la altura de los acontecimientos y habían evitado, con la fuerza de sus argumentos, que el Presidente Betancur, por sus propios medios, ingresara sumiso al Palacio de Justicia para que el M-19 lo juzgara por traición a la patria. También se nos dijo que en esos días, como lo muestra una lista oficial, se habían rescatado 242 personas. Con la rara coincidencia de que muchas de éstas, como el caso mío y el de otras 15, que salimos a las 11:30 de la noche por nuestros propios medios, ocupamos un lugar importante en tan trascendental y meritorio listado.
Y en este estado de cosas, ante la gentil invitación de la Universidad, de mi Universidad, decidí volver a hablar, contra mi voluntad, de estos temas y me vi enfrentado así quizás al momento más difícil de mi vida. Y digo esto porque después de 20 años mis sentimientos siguen presentes y vivos. Debí, por sensatez, rechazar esta invitación. Tal vez creí que las heridas habían cicatrizado. Pero, desgraciadamente, la tristeza, la rabia y la frustración siguen allí; y éstos estados de ánimo no ayudan a escribir bien.
Fui testigo de excepción. A la sazón era presidente del Consejo de Estado, y en ese carácter asistí el 17 de octubre de ese mismo año, en compañía de la mesa directiva de la Corte Suprema, a una reunión informativa organizada por la Policía Nacional. En la tarde, en la oficina 218 de la relatoría del Consejo de Estado, se nos informó que se había descubierto un plan guerrillero, auspiciado por los extraditables, para la toma del Palacio. Se nos señaló que se requerían costosas medidas especiales de seguridad (barreras eléctricas a la entrada del sótano, por la carrera 8ª; vidrios de seguridad para toda la parte externa del edificio; circuitos cerrados de televisión, rejas especiales en la azotea, etc, etc.), pero que, dado que el presupuesto del Fondo Rotatorio del Ministerio de Justicia ya estaba prácticamente agotado y comprometido, lo único que podía hacerse, mientras se implementaban esas medidas especiales, sería el aumento del pie de fuerza. Eso se convino y las autoridades se comprometieron a lograr ese objetivo, con la advertencia de que cualquier otra medida que se tomara en relación con la vigilancia del Palacio tendría que tomarse de consuno entre los Presidentes de las dos Corporaciones.
Palabras vacías, para llenar una reunión. Para sorpresa de todos, tres días antes de la toma del Palacio la vigilancia se retiró y el edificio quedó en manos de 2 ó 3 celadores de una agencia de vigilancia privada, cuyas armas de dotación parecían escopetas de cacería de un solo tiro.
Luego se dijo por la policía que esa vigilancia se había retirado por orden del señor Presidente de la Corte, Dr. Alfonso Reyes Echandía, y que tenían la prueba escrita de dicha orden. Prueba que nunca apareció. Lo que tampoco en esas circunstancias tenía importancia, porque era la palabra oficial contra la de un Presidente de la Corte Suprema, que ya estaba muerto; y en esa balanza ya se sabía quién tenía la razón.
Negué en todos lo tonos la existencia de esa autorización, ya que ésta se había tenido forzosamente que formular con mi participación. Además, resultó que el Dr. Reyes, en esos días había dado personalmente la orden de retiro de la fuerza pública, en la ciudad de Bogotá, cuando se encontraba dictando clases en Bucaramanga, por convenio con la Universidad Externado de Colombia.
La investigación no profundizó ese hecho ni tampoco otros que requerían especial atención, como la muy posible vinculación de los extraditables con el M-19, para lo cual existían una serie de indicios bastante comprometedores. Se creyó simplemente en la versión de la autoridad, avalada por algunos jueces, y su verdad quedó cubierta con el “nihil obstat”.
Se afirmó de muchas maneras, durante la investigación y aún hoy, que los del M-19 habían incendiado el edificio. Esta afirmación es, para mí, absurda, como lo es aquélla que decía que los guerrilleros le habían hecho frente a las ametralladoras de las fuerzas del orden, tirándoles con los expedientes del narcotráfico incendiados. Nadie demostró que los asaltantes, como en Irak, practicaban el suicidio para llegar por vía directa al Edén.
Un senador de la República, cuyo nombre me reservo porque empeñé mi palabra, me informó que había visto a la policía entrar al Palacio con bidones de gasolina y estopa. Esto, obviamente, fue negado por la autoridad. Pero quedó entonces flotando la siguiente duda: ¿por qué se lavaron cuidadosamente los cadáveres calcinados antes de la diligencia de levantamiento, la que, por lo demás y sin ninguna explicación, no se cumplió en el lugar donde se encontraron los cuerpos, sino en el patio del primer piso, al pie de la estatua de José Ignacio de Márquez?. (a fls 51)
Lo que dije en los días siguientes a la tragedia sobre los responsables, lo repito hoy con idéntica convicción, sin que esto implique una sentencia válida. Fue responsable el M-19, como causa primera, movido por la torpe convicción de que el poder judicial era importante en Colombia y que con esa toma se paralizaría el país. Y fue responsable también el gobierno, no por haber intentado con sus fuerzas armadas controlar la situación y restablecer el orden, sino por la forma absurda y carente de profesionalismo como se llevó a cabo, ya que todo permite inferir que el procedimiento se cumplió no para rescatar a los funcionarios, sino para aniquilar al M-19.
Ese es el quid de la situación. Y eso me hizo escribir en el periódico “El Espectador”, en el segundo aniversario de la tragedia, que los miembros del poder judicial en los días 6 y 7 de noviembre no fuimos más que un montón de basura en mitad del enfrentamiento de dos grupos enloquecidos, cuya consigna no parecía ser otra que el exterminio.
Pero el M-19 fue torpe en su decisión inicial, tal como lo reconocieron sus mismos dirigentes; para luego, como ya es de usanza en el país, terminar pidiendo público perdón por lo errores cometidos, porque sabían también, como buenos cristianos que somos, que correríamos a absolverlos y a aplaudir tan humanitario gesto.
No quiero revivir hechos históricos. Sólo, para mi propia tranquilidad, paso a formular una serie de interrogantes, con la esperanza de que alguien me los responda adecuadamente, porque durante la investigación, o no fueron respondidos o lo fueron amañada y caprichosamente. Así, entre éstos, pregunto y conmigo lo hacen muchos otros:
¿Por qué si la toma fue sorpresiva para las autoridades, éstas llegaron al Palacio como si hubieran estado esperando al M-19 a la vuelta de la esquina?
¿Por qué se retiró la guardia del Palacio tres días antes de la toma, a sabiendas de las serias amenazas de la guerrilla y de los extraditables?
¿Por qué el señor Presidente de la República no le quiso pasar al Dr. Reyes Echandía y le encomendó ese encargo al Gral. Delgado Mallarino, quien también le prestó oídos sordos a su amigo y colega en el profesorado del Externado?
¿Por qué se le disparó un cañonazo al frontispicio del Palacio?
¿Por qué para rescatar a los rehenes que estaban en poder del M-19 el día 7 de noviembre en el baño situado entre los pisos segundo y tercero, se dinamitó la pared nororiental de éste y se disparó hacia dentro sin medir las consecuencias?
¿Por qué el juez 78 de Instrucción penal militar, sin estar a cargo de la investigación y mediante oficio #1342, le pidió a Medicina Legal que entregara todos los cadáveres recién llevados a la Morgue, todavía sin identificar, porque dizque la inteligencia militar había detectado un nuevo plan del M-19 para rescatar los cadáveres de Almarales y sus compañeros?. ¿Ignoraba quizás ese funcionario que por orden de la Procuraduría ya el cuerpo de aquél le había sido entregado a su señora esposa? (a fls 53 y 54).
Se sabe que esa orden se cumplió con especial premura y fue así como se entregaron 23 de los 25 cadáveres, como se dijo, sin identificar aún. Como se sabe también que ese mismo día fueran sepultados en fosa común, por orden de la policía, como “NN”, en el cementerio del sur. (a fl 53). ¿Por qué ese afán?.
¿Qué pasó con los empleados de la cafetería? ¿Qué, con las dos guerrilleras que estuvieron en la Casa del Florero la noche del 6 de noviembre y que se perdieron como por ensalmo? Es bien sabido, además, que el Estado recibió múltiples condenas por estos hechos.
¿Por qué unos días después de los hechos trágicos, con un Palacio en ruina total por el incendio y los cañonazos, se ordenó lavar el baño trágico? Se me dijo por los empleados de la Edis, que habían recibido la orden de un oficial porque dizque estaba muy sucio. ¿No sería tal vez para borrar lo indicios que permitían inferir que los agentes del orden habían disparado, luego de dinamitar su pared nororiental de afuera hacia dentro y de abajo hacia arriba? ¿Esa fue la otra operación rescate que destacaron los investigadores?
Sobre la pared dinamitada del baño, el señor Consejero Samuel Buitrago Hurtado, militarista y de ultra derecha, quien me merece todo crédito, dijo que como consecuencia de ese tiroteo murió Horacio Montoya Gil, ilustre Magistrado de la Corte Suprema, luego de que la fuerza pública dinamitara dicha pared.
¿Por qué se quitaron las puertas de lámina metálica de los cubículos de los inodoros, que estaban en el mismo reducto? ¿Sería porque en éstas se veían claramente que los disparos se hicieron desde el exterior?
¿Por qué en la alocución presidencial del día viernes siguiente, el Presidente, para acallar las versiones de que las fuerzas armadas le habían dado un golpe de Estado virtual, sostuvo que para bien o para mal él había dado todas las órdenes? ¿Y por qué luego, un año aproximadamente después, ante un juez investigador, señaló que el operativo había estado a cargo exclusivamente de los militares y que la responsabilidad era de éstos?
¿Por qué las autoridades militares iniciaron las diligencias instructivas, para las cuales no tenían competencia, sin esperar que los funcionarios judiciales competentes cumplieran lo que legalmente les correspondía hacer? (a fl. 51).
¿Por qué en las diligencias preliminares, luego de que los militares entraron a sangre y fuego al baño del costado norte (entre el 2º y 3º piso), ni siquiera se tomaron la molestia de contar los cadáveres que allí se encontraban?
Se formula este interrogante porque uno de los oficiales que intervino en el operativo, el capitán Rafael Mejía R., orgánico de la Escuela de Artillería, en su declaración afirma que ese mismo día “al entrar al sector de los baños encontramos aproximadamente de 10 a 15 guerrilleros “totalmente muertos”, también se encontraron aproximadamente unos 5 civiles, entre ellos unas 2 mujeres y sus cuerpos estaban sin vida (a fl. 51).
¿Por qué se dijo que el magistrado Montoya Gil había muerto por fuera del baño, cuando el ex consejero Buitrago Hurtado, quien permaneció hombro a hombro con él durante toda la jornada, declaró durante la investigación que éste había fallecido cuando se dinamitó la pared del baño y las autoridades dispararon hacia adentro del mismo? En esta declaración se lee: “posteriormente… el ejército con sus armas abrió una tronera por la pared vecina a los lavamanos y allí hubo un intenso tiroteo que provocó bajas entre los rehenes”. (a fl. 46)
Otro testigo, en ese mismo sentido, cuenta que “adentro del baño no sonó ni una bala, toda la bala venía de afuera (a fls. 46). Los guerrilleros nos cuidaban y nos defendían, en ningún momento los guerrilleros atentaron contra nosotros al menos que yo haya visto”. Joaquín Pérez, otro de los testigos, en su declaración anota, al preguntársele si los guerrilleros habían disparado contra los rehenes: “yo no vi que dispararan, pero vi que la pared fue rota, porque la policía o el ejército la rompieron, yo alcancé a ver el roto y dispararon de afuera hacia dentro” (a fls. 46).
Este es, en fin, el panorama de una crónica inconclusa; un poco incoherente por la angustia que aún me queda en el corazón. No pretendo con estas palabras molestar a nadie. Sólo busco, así, aunque parezca absurdo, hacer un homenaje a las víctimas, porque por lo menos éstas merecen que las absuelvan de los crímenes que otros cometieron los días 6 y 7 de noviembre de 1985.
Pero de lo que sí estoy seguro es de que siguen vivas en el recuerdo personas de excepcionales condiciones como Alfonso Reyes Echandía, Horacio Montoya Gil, Darío Velásquez Gaviria, Manuel Gaona Cruz, Ricardo Medina Moyano, José Eduardo Gnecco Correa, Carlos José Medellín Forero, Alfonso Patiño Roselli, Fabio Calderón Botero, Pedro Elías Serrano Abadía, Fanny González Franco, Carlos Horacio Urán, Luz Stella Bernal y otras; como también merecen especial recuerdo los demás ilustres y destacados magistrados y funcionarios que perecieron en esa fecha; los que conformaban un equipo humano que el país no ha podido reemplazar del todo y cuyas muertes siguen marcando nuestra progresiva decadencia.
REFLEXIÓN FINAL. Me hubiera gustado escribir en otro tono. Pero, aunque traté de hacerlo, la realidad y mi propia angustiada convicción terminaron ahogando mi pobre vena literaria.
Para algunos, entre los que me cuento, la tragedia del Palacio dividió en dos la historia judicial del país y su ordenamiento jurídico. Antes, la ley tenía normales validez y credibilidad; el país creía en las garantías ciudadanas y los colombianos, con nuestras obvias limitaciones, sentíamos y sabíamos que estábamos en un Estado de Derecho.
Luego, todo se derrumbó en ese mes de noviembre. Los jueces, a partir de éste, parece que terminaron aceptando ser inferiores a las instituciones mismas y la ley se convirtió en un rey de burlas. La garantía del debido proceso ha venido perdiendo vigencia y, con esto, las acciones y las vías establecidas por el legislador para el reclamo de los derechos. Y hasta la nueva Carta, quizás con el sano propósito de frenar ese caos, reguló una serie de derechos que desbordaron nuestra propia comprensión, sin contraponerlos a los deberes y obligaciones correlativos; permitiendo así que la Corte Constitucional terminara pensando, quizás por influencias de un derecho foráneo no adecuado a nuestra idiosincrasia, que ya no era la guardiana de la integridad de la Constitución, sino que ella era la Constitución misma. Y por eso, dentro de su lógica, legisla, imparte justicia en todos los campos y administra.
Esto lo digo con todo el profundo respeto que me merece esa Corporación. Pero, desde mi cátedra solitaria, estimo que en este campo también nos hace falta autocrítica.
Lo único que me queda como balance, es que sigo creyendo, con Tomás y Valiente, que el hombre es lo más importante y que las instituciones se crearon por éste, únicamente para lograr su propia realización y la de sus congéneres. Sostener lo contrario, es negar nuestra propia existencia y nuestra razón de ser.
El país no se ha podido reponer de la tragedia del Palacio. Los caídos en esa oportunidad, que conformaban un grupo de juristas de excepcionales condiciones profesionales y humanas, no se han podido reemplazar del todo.
Creo, para terminar, que no podemos olvidar lo sucedido para que la historia no se vuelva a repetir.
Hola cómo estás. Me agrado tu blog, sobretodo la parte donde escribes sobre temas personales, tu proyecto de novela, tu escritura como catarsís. Me gustaría que conocieras mi blog.
ResponderEliminarQue sigas escribiendo y que logres eventualmente terminar tu novela.
Saludos, Ricardo.
Muchas gracias por tu comentario, Ricardo. A veces pienso que escribir sobre cosas personales no le agrada a la gente, por eso opté por dejarlo de lado eventualmente.
ResponderEliminarQue ignorancia la mia, no sabia de todo esto, me estas haciendo crecer a los trancazos, gracias.
ResponderEliminarES MUY OPORTUNO TRAER ESTE DISCURSO, LO ESCUCHE EN 2005 INVITADO POR LA DOCTORA MARTHA LUCIA VILLAFAÑEN DEL MUSEODE LA UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA DENTRO DE LA ENTREGA DEL PREMIO MEMORIA 2005. ES CONMOVEDOR Y VIGENTE EN MOMENTOS EN QUE ESPERAMOS LA SENTENCIA DEL OTRORA HEROE JESUS ARMANDO ARIAS CABRALES.
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