Recuerdo cuando murió Pacho. Lo encontraron arrodillado, en posición de rezo, en la cama de un hotel, completamente desnudo. Un color azul purpúreo le teñía el cuerpo blanquecino, se trataba de un infarto por sobredosis de cocaína. Varias botellas de Don Perignon estaban vacías.
"¡Qué hermosa muerte!", dije, y todos me reclamaron una sarcasmo completamente vacío de toda intención de burla. En verdad siempre he querido una muerte así. Precisamente por eso empecé a consumir cocaína, porque cuando me la ofrecieron por vez primera, pregunté que si mataba, y me dijeron "Claro" "¿Cómo?" "Ataque al mango (corazón), le da un babeado". Déle.
Siempre admiré la decadencia exquisita que se vivió por allá en los 70 en Studio 54. Cuentan las crónicas y los reportajes y las películas que muchos murieron allí, unos por sida, otros por drogadicción. Qué bonito. Uno morir un 31 de diciembre alejado de la familia bailando a Gloria Gaynor, y todos se dan cuenta ya al amanecer, cuando la fiesta se acabó. Poder estar oliendo coca sin tener que esconderse, como cuando se toma, aunque en mi caso también me toca esconderme para beber.
Ya no me da la vida a mí para esos trotes porque me canso y me duermo muy fácil. Desde el transplante del hígado, que no fue ni por beber, ni por oler, quedé como desajustada, averiada si se quiere, para eso de lo que acá llaman la rumba. Pero qué no daría por tener todavía ese aguante y esas ganas que le tenía a la calle y a las fiestas. Qué no daría por no haber entrado a rehabilitarme y haber perdido dos años inútilmente, me los hubiera gastado en morirme degradándome, continuando como estaba, en la más absoluta decadencia moral, sin saber siquiera qué había sido la decencia alguna vez, padeciendo neumonías que mi abuelo, ya viudo, me cuidaba inútilmente, porque en las noches, ardiendo de fiebre, corría como alma que lleva el diablo a buscar más mercancía.
En ese tiempo, a pesar de todo, fui feliz. Sí, aunque vivía en las calles. Sí, aunque me tocaba prostituirme. Sí, a pesar de todas las vejaciones, porque todas juntas no se llegan a comparar siquiera con una sola que cometieron en mi contra en esa maldita clínica Alborada, la cual partió la historia de mi vida en dos, lo que ni la muerte de mi abuela había logrado. Lo peor es que en Alborada aprendí a sentir remordimiento por consumir. Antes no sentía eso. Y ese remordimiento aún me persigue, es lo que me impide salir en este momento a perderme como antes lo hacía, buscando siempre el peligro, buscando siempre la muerte, bien fuera por sobredosis, a puñaladas, por neumonía, por alguna de las cosas que traen los vicios. De hambre, eso también hubiera sido bonito. O de frío.
Todavía me queda tiempo para cumplir con ese deseo que tengo, pero no. No, porque me mataría primero un rechazo del cuerpo hacia el hígado y el dolor de estómago es terrible. Nunca me ha pasado, pero supongo que es así, porque si algo me salvó la vida fue el insoportable dolor abdominal que sentí después de haberme tomado los tres frascos de acetaminofén. Además eso no sería morir en decadencia y sin atisbo de moralidad, sino por estupidez, si es que se muere uno, porque en mi familia son tan... tan no sé cómo que me llevarían al hospital a que me llenaran las venas de esteroides. Además ya está el precedente de que yo fui como fui, y si me pierdo, eso empiezan a buscarme en todos lados y terminan encontrándome como la última vez que fui feliz en la calle, por allá en el Centro, en un prostíbulo cerca al Parque de Bolívar, con las putas cuidándome aquel primero de enero de 2003. Maldita sea la vida que no me mató la calle ese día.
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