Necesito que los perros se callen para volver a escribir. No, no es una referencia a esa frase atribuida a Cervantes, ni una metáfora. O puede. Es una imagen recurrente que se me viene a la cabeza cada vez que me preguntan por qué ya no lo hago, y es que siento su aire caliente en la nuca, aunque cierre los ojos y me tire al piso para no verlos. Tienen unos colmillos enormes y un aliento a perro, que para mí es un olor, lo siento, bastante, pero bastante desagradable, pues desde niña me enseñaron que olían horrible, hasta que aprendí que así era.
Y ladran muy duro y eso me asusta muchísimo, pero bastante. Es, tal vez, como ese animal repugnante que tenía tres cabezas y la cola de serpiente, que habita en mi cabeza, como si ella fuera el Hades y yo también. ¿O no es el infierno un estado del alma que habita en el cuerpo? Y también ese ser, y tantos otros.
Necesito que dejen la bulla porque hay un pedacito de mí que me exige escribir y volver a hacerlo con la fruición y la frecuencia con la que antes lo hacía, pero su babaza me empegota un brazo y de algún modo, por el asco, me paralizo.
Yo necesito ponerlo a dormir, despedazarlo, volverme Hércules (aunque no sé bien si sí pudo vencerlo porque para mí el único que existe es el de Oce Upon a Time y no sé, ni tampoco voy a molestarme ahora por averiguar si en los relatos antiguos estos de algún griego lo venció. En la serie no, aunque después sí, con la ayuda de Blancanieves, que ahí es, gracias a él, tremenda arquera) ¡perro corrector! ¡Arquera es una palabra válida! ¿Cómo me vas a subrayar a mí, pendejo, a mí, qué palabra «existe»?... ¡ya me desconcentré! ¿Esa tampoco!
¿Qué? Los olfatos son aprendidos, como todo. Somos todos un cúmulo de taras a las que orgullosamente llamamos sabiduría, aprendizaje (como si eso fuera necesariamente bueno), animales sumamente adiestrables y sujetos a que nos configuren a conveniencia.
Ahí viene ese maldito animal en manada, veloz, mostrándome sus dientes, hediendo a tapete mojado con purina y carne cruda. Chao.
Tremendo.
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