Diez
Once
Doce
Cuente usted también, le hará bien (no es redundancia, es una cacofonía que necesitaba emplear) no sólo con que yo siga contando números y cuentos, sino también números para que se calme y se relaje, que no todo es tan en serio ni nada es más serio que tomarse esta vida sin el pecho y hacerlo todo con serenidad, dignamente, pacíficamente.
Un fenómeno de esta ciudad que me llama a mí la atención y la tensión, es que no es tan rara. De hecho es la realidad pura; por tanto, dirían los estoicos, es la perfección, hay que dejar que las cosas fluyan porque Dios no hace las cosas porque sí, aunque, en lo personal, no me parece justo adjudicarle todos los males ni a Dios, ni a lo etéreo, ni al destino o a los hados. La ciudad, entonces, es tan normal que no es rara, esto es, nada fuera de lo que sucede comúnmente ha dejado de suceder allí, pero, ya aclarado esto y sin terminarlo, me parece pertinente hablar de mis tensiones y llamadas de atenciones, como ese acontecimiento al que llamamos modernidad y que está tan pegado y apegado a su hijo, el liberalismo, padre de la Cabeza Rodante, un restaurante francés ya muy respetado desde 1789 y cuyo plato más famoso es La Guillotina acompañada con Ley y Democracia.
He aquí, pues, el comienzo de la historia (también de La Historia Occidental) de Moderna:
Prefacio
Dicen que cada persona es hija de su tiempo. O al menos eso se dice de los filósofos. El caso es que Justina no; Justina, como la prensa, como los modelos económicos neoclásicos y las democracias actuales, es una verdadera hija de puta, una bastarda legítima concebida por el liberalismo y la modernización.
Tan hija de puta era Justina, que dejó de ser Justina; la muchacha soñadora e idealista que jugaba a los piratas con su abuelo y diseñaba el vestuario de sus muñecas con su abuela, se esfumó, quedó atrás –decía- en cuanto pisó por vez primera el aula de una Universidad ultramoderna en Tokio y consiguió el título de economista. “Ya no soy Justina”, dijo. “Justina es el nombre con el que me bautizaron según las tradiciones, Justina quisieron llamarme mis abuelos para hacerle honor a un personaje de Juan Rulfo. ¡Por favor! ¿Cuál es esa insistencia, esa cosa en la que persisten los viejos de andar evocando lo antiguo, lo viejo…lo que ya no se usa? Yo soy moderna, y Moderna he de llamarme”. Así de idiota era la pobre. Y eso que para ese entonces ni siquiera tenía los títulos de doctora en estadística, administración de empresas (países) internacionales, tanteadora de realidades y diseñadora de ficciones. A mí se me perdonará que no pueda enumerar aquí la infinidad de diplomas que obtuvo en las más prestigiosas universidades del mundo, pero es que, a pesar de que Moderna diga que ya existen aparatos que pueden contarlos, yo, como su abuelo, creo que el conocimiento no puede ser ni cuantificable, ni calificable. Puedo decir, sí, que con los muchos cartones que le dieron podía construirse una casa; pequeña, pero al fin y al cabo una casa, o al menos una habitación un poco más grande que los tugurios de los barrios marginales de la ciudad donde creció.
Moderna, como casi todas las personas honorables de estos tiempos, era una profesional de tugurio…la cabrona todavía es así. Lo que pasa es que a Moderna, en su afán de ser moderna, se le olvidaron todas las conjugaciones que tiene el español para el pasado, así como muchas de las palabras bonitas que tiene este idioma; Moderna, por ejemplo, entra a un restaurante y pide syrup, no almíbar –“Es que esa palabra viene del árabe y los árabes aún viven en el oscurantismo”, piensa ella. Yo, romántica que soy, la describo en pasado para engañarme por un instante y creer que este personaje sólo es eso: cosa del pasado y no un anhelo de lo que será el mañana. Mas no es esto una añoranza (Moderna detesta añorar porque detiene, retrasa, impide una cosa que ella denomina Progreso, si bien para vender más y aunque no se dé cuenta, diseña cámaras fotográficas digitales que pueden simular tiempos pasados y logran capturar imágenes en blanco y negro o en sepia, quizá pidiendo perdón, tal vez ofreciendo disculpas por las molestias causadas, tal y como lo hacen las construcciones modernas. ¿Acaso no las han visto diciéndole al peatón, al chofer, a los vecinos y hasta a los perros que las disculpen? El ruido de los taladros, los cinceles, los martillos, los sopletes y serruchos son sin duda una cosa de malísima educación. Las balas, el reggaetón y las bombas no, que esas no provienen de obreros que fabrican hogares, sino de administradores de países y diseñadores de ficción como Moderna, que creen que para alcanzar la modernidad y demás ideales que ello implica, pueden morir cuantos seres humanos sean necesarios y, por qué no, ensordecer y enloquecer otros tantos… La Santa Inquisición ya pagó por esas culpas y es la excusa para que Moderna y sus secuaces puedan seguir modernizando y secularizando –catequizando y evangelizando, no es muy distinto- a punta de camaritas digitales que simulan lo que ya fue, como una forma de pedir perdón por las molestias causadas ), es, por decirlo de algún modo, una forma de aniquilar con tinta y papel lo que escrito con piedra está…pero bueno, como dice una amiga mía “La roca erosiona y hasta el mar se seca; el roble se quiebra cuando el rayo truena”.
hola. te anexo el link a una pagina de teologia católica. espero la visites.
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