Si dejo esa entrada del 1 de julio voy a seguir con la sensación de que estoy desnuda. Si pongo esta diciendo cualquier cosa, me sentiré no sé si en topless, tapándome algún pedazo muy íntimo y vergonzoso, de esos que ni sé por qué se tapan siempre... digo, por qué culturalmente tanto en Oriente como en Occidente es obligación eso del tapar en público, mientras que a fuerzas hay que mostrar en privado.
La cosa, por supuesto, no es sólo con el cuerpo. El pensamiento, el criterio propio, la subjetividad al aire, posando para el escultor en letras mayores puede generar más escándalos y escarnios que un par de senos descubiertos en plena Quinta Avenida durante la víspera de Navidad o una exhibición fálica frente a una catedral para hacer apostasía. Realmente ni a mis ojos ni a los de muchas personas que vivimos en y durante estos tiempos no nos causa tanto pudor; al menos no el pudor que a mí me causa el saberme leída, aunque no esté protestando, aunque no esté insultando, quizá porque eso es lo que no estoy haciendo y es mi ropaje ante el lector, tal vez porque eso de lastimar a la gente con mis letras espinozas, afiladas, puntiagudas, punzando fibras delicadas y heridas abiertas ya no me parezca algo que haga sin querer queriendo.
No sé, de todos modos, por qué siento la culpa exhibicionista y pecaminosa cuando escribo precisamente en este lugar y no en otro. Siento como si este lugar no tuviera muros, sólo un piso y me expongo a que fisgoneen los fisgones y a que me miren los mirones, a que un incauto se tropiece con este cuerpo abecedario y termine por tocarme a mí de manera indebida, y en vez de yo herirlo termine herida.
La cosa, por supuesto, no es sólo con el cuerpo. El pensamiento, el criterio propio, la subjetividad al aire, posando para el escultor en letras mayores puede generar más escándalos y escarnios que un par de senos descubiertos en plena Quinta Avenida durante la víspera de Navidad o una exhibición fálica frente a una catedral para hacer apostasía. Realmente ni a mis ojos ni a los de muchas personas que vivimos en y durante estos tiempos no nos causa tanto pudor; al menos no el pudor que a mí me causa el saberme leída, aunque no esté protestando, aunque no esté insultando, quizá porque eso es lo que no estoy haciendo y es mi ropaje ante el lector, tal vez porque eso de lastimar a la gente con mis letras espinozas, afiladas, puntiagudas, punzando fibras delicadas y heridas abiertas ya no me parezca algo que haga sin querer queriendo.
No sé, de todos modos, por qué siento la culpa exhibicionista y pecaminosa cuando escribo precisamente en este lugar y no en otro. Siento como si este lugar no tuviera muros, sólo un piso y me expongo a que fisgoneen los fisgones y a que me miren los mirones, a que un incauto se tropiece con este cuerpo abecedario y termine por tocarme a mí de manera indebida, y en vez de yo herirlo termine herida.
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