jueves, 10 de junio de 2010

"Holocausto del Palacio"

A raíz de la conmemoración por los 20 años del Holocausto del Palacio de Justicia en Colombia, el ex magistrado Carlos Betancur pronunció un discurso en la Universidad de Antioquia que hasta ahora es inédito y que, debido a la condena que le impusieron a Plazas Vega por secuestro y desaparición forzada, cobra vigencia hoy en virtud de las discusiones que han surgido al respecto.
Me parece que mucho se ha dicho al respecto de un lado y de otro, pero parece que a nadie le importan realmente las víctimas. Por eso, copio, sin edición, lo que dijo en esa ocasión el magistrado.

EL HOLOCAUSTO DEL PALACIO

Carlos Betancur Jaramillo

NOTA PREVIA. Algunas de las referencias que aparecen en estas notas fueron tomadas del Diario Oficial del martes 17 de junio de 1986 (No. 37509), en el que aparece el “informe sobre el holocausto del Palacio de Justicia”, elaborado por disposición del Gobierno Nacional por los Doctores Jaime Serrano Rueda y Carlos Upegui Zapata. En dicho estudio, trascendental para el conocimiento de los hechos, está parte de la historia de la tragedia. Aunque no comparto las conclusiones de dicho informe, esto no le quita su real mérito a este importante trabajo. De ahí que los folios que aparecen en este escrito corresponden a dicho documento oficial. La mayoría de los interrogantes se hacen con base en las irregularidades destacadas en ese informe por los citados profesionales.

En Colombia no pasa nada. Y no pasa nada porque así lo requiere nuestra idiosincrasia. Por eso, para ocultar nuestros complejos de culpa, acuñamos la frase inicial, la cual debería figurar en nuestro escudo nacional al lado de esa otra leyenda que también se volvió vacía: “Libertad y Orden”.

Para muchos, ni siquiera el holocausto del Palacio de Justicia ocurrió. Y no ocurrió porque todos los comprometidos en las jornadas sangrientas del 6 y 7 de noviembre de 1985 fueron, a la postre, absueltos o condecorados. Quedaron sólo los muertos y los desaparecidos, pero su recuerdo, para angustia nuestra y tristeza de los que lo padecimos, quedó reducido a un frío dato estadístico.

No faltó quien, un destacado ex ministro de Hacienda de la época, escribiera en el periódico de El Tiempo ese fin de semana, que se habían salvado las instituciones, porque éstas, en todo caso, estaban siempre por encima de los hombres.

En ese entonces, y ahora lo recuerdo, se me vino a la memoria como una réplica muda las palabras que pronunciara el profesor español Tomás y Valiente en la Universidad de Salamanca durante un foro internacional sobre la tortura:

“No hay en el mundo nada más importante que un hombre, que todo hombre, que cualquier hombre”.

Pero bueno, la otra era la voz del “establecimiento” a través de uno de sus más connotados voceros y merecía todos los reconocimientos y hasta el silencio de los deudos para evitar que sus protestas fueran tachadas de subversión.

Y así entendí, desde ese entonces, que para nuestras autoridades lo que decía el profesor español no era más que retórica o palabrería hueca, ya que lo más importante en ese momento, para la tranquilidad de las conciencias, era el ocultamiento de una realidad que todavía nos estremece y aterra.

Después de reflexionar a través de estos años sobre los hechos que nos reúnen hoy en esta efemérides, en buena hora revivida por la Universidad, y después de recordar la defensa cerrada que se hizo del gobierno del presidente Betancur y de sus fuerzas armadas, por los esfuerzos heroicos que, según los áulicos de éstos, desplegaron para salvar la democracia, llegué a la más simple de las conclusiones: los responsables fueron los jueces, quienes, sin invitación previa, participaron en la gesta democrática organizada por el agonizante M-19, con el vacilante y parlanchín gobierno nacional como único invitado.

Conmovido por los hechos me vi obligado a iniciar la recuperación de mi autoestima, la que había quedado por el suelo, como sucedió con la de mis colegas y amigos. Todo esto porque, impresionado, terminé pensado que los únicos responsables habían sido los jueces por encontrarse en lugar equivocado.

Mientras tanto, como era de esperar, la iglesia, los partidos políticos y los gremios, multiplicaron sus voces de apoyo y de aplauso y salió a relucir lo de siempre: que todo se había hecho por el bien de la Patria; que ya no era época para reclamos y recriminaciones, porque así se le prestaría un flaco servicio a la subversión.

Y entretanto también, la justicia, ahora sí necesaria, inició tímidamente su oficio y se dejó ahogar por los gritos de absolución que nos permitiría, sin manchas, retomar el camino de grandeza que habíamos perdido. Y por eso mismo, ante esa justicia vapuleada, el Presidente quedó como un héroe legendario por haber evitado el golpe de Estado; el M-19, sediento de democracia y moribundo, aceptó las conversaciones de paz; y las fuerzas armadas quedaron erigidas como el pedestal de nuestra preciada paz. Tanta propaganda se hizo, que las autoridades, como “Boyacá en los campos”, brillaron de nuevo a la altura de los acontecimientos y habían evitado, con la fuerza de sus argumentos, que el Presidente Betancur, por sus propios medios, ingresara sumiso al Palacio de Justicia para que el M-19 lo juzgara por traición a la patria. También se nos dijo que en esos días, como lo muestra una lista oficial, se habían rescatado 242 personas. Con la rara coincidencia de que muchas de éstas, como el caso mío y el de otras 15, que salimos a las 11:30 de la noche por nuestros propios medios, ocupamos un lugar importante en tan trascendental y meritorio listado.

Y en este estado de cosas, ante la gentil invitación de la Universidad, de mi Universidad, decidí volver a hablar, contra mi voluntad, de estos temas y me vi enfrentado así quizás al momento más difícil de mi vida. Y digo esto porque después de 20 años mis sentimientos siguen presentes y vivos. Debí, por sensatez, rechazar esta invitación. Tal vez creí que las heridas habían cicatrizado. Pero, desgraciadamente, la tristeza, la rabia y la frustración siguen allí; y éstos estados de ánimo no ayudan a escribir bien.

Fui testigo de excepción. A la sazón era presidente del Consejo de Estado, y en ese carácter asistí el 17 de octubre de ese mismo año, en compañía de la mesa directiva de la Corte Suprema, a una reunión informativa organizada por la Policía Nacional. En la tarde, en la oficina 218 de la relatoría del Consejo de Estado, se nos informó que se había descubierto un plan guerrillero, auspiciado por los extraditables, para la toma del Palacio. Se nos señaló que se requerían costosas medidas especiales de seguridad (barreras eléctricas a la entrada del sótano, por la carrera 8ª; vidrios de seguridad para toda la parte externa del edificio; circuitos cerrados de televisión, rejas especiales en la azotea, etc, etc.), pero que, dado que el presupuesto del Fondo Rotatorio del Ministerio de Justicia ya estaba prácticamente agotado y comprometido, lo único que podía hacerse, mientras se implementaban esas medidas especiales, sería el aumento del pie de fuerza. Eso se convino y las autoridades se comprometieron a lograr ese objetivo, con la advertencia de que cualquier otra medida que se tomara en relación con la vigilancia del Palacio tendría que tomarse de consuno entre los Presidentes de las dos Corporaciones.

Palabras vacías, para llenar una reunión. Para sorpresa de todos, tres días antes de la toma del Palacio la vigilancia se retiró y el edificio quedó en manos de 2 ó 3 celadores de una agencia de vigilancia privada, cuyas armas de dotación parecían escopetas de cacería de un solo tiro.

Luego se dijo por la policía que esa vigilancia se había retirado por orden del señor Presidente de la Corte, Dr. Alfonso Reyes Echandía, y que tenían la prueba escrita de dicha orden. Prueba que nunca apareció. Lo que tampoco en esas circunstancias tenía importancia, porque era la palabra oficial contra la de un Presidente de la Corte Suprema, que ya estaba muerto; y en esa balanza ya se sabía quién tenía la razón.

Negué en todos lo tonos la existencia de esa autorización, ya que ésta se había tenido forzosamente que formular con mi participación. Además, resultó que el Dr. Reyes, en esos días había dado personalmente la orden de retiro de la fuerza pública, en la ciudad de Bogotá, cuando se encontraba dictando clases en Bucaramanga, por convenio con la Universidad Externado de Colombia.

La investigación no profundizó ese hecho ni tampoco otros que requerían especial atención, como la muy posible vinculación de los extraditables con el M-19, para lo cual existían una serie de indicios bastante comprometedores. Se creyó simplemente en la versión de la autoridad, avalada por algunos jueces, y su verdad quedó cubierta con el “nihil obstat”.

Se afirmó de muchas maneras, durante la investigación y aún hoy, que los del M-19 habían incendiado el edificio. Esta afirmación es, para mí, absurda, como lo es aquélla que decía que los guerrilleros le habían hecho frente a las ametralladoras de las fuerzas del orden, tirándoles con los expedientes del narcotráfico incendiados. Nadie demostró que los asaltantes, como en Irak, practicaban el suicidio para llegar por vía directa al Edén.

Un senador de la República, cuyo nombre me reservo porque empeñé mi palabra, me informó que había visto a la policía entrar al Palacio con bidones de gasolina y estopa. Esto, obviamente, fue negado por la autoridad. Pero quedó entonces flotando la siguiente duda: ¿por qué se lavaron cuidadosamente los cadáveres calcinados antes de la diligencia de levantamiento, la que, por lo demás y sin ninguna explicación, no se cumplió en el lugar donde se encontraron los cuerpos, sino en el patio del primer piso, al pie de la estatua de José Ignacio de Márquez?. (a fls 51)

Lo que dije en los días siguientes a la tragedia sobre los responsables, lo repito hoy con idéntica convicción, sin que esto implique una sentencia válida. Fue responsable el M-19, como causa primera, movido por la torpe convicción de que el poder judicial era importante en Colombia y que con esa toma se paralizaría el país. Y fue responsable también el gobierno, no por haber intentado con sus fuerzas armadas controlar la situación y restablecer el orden, sino por la forma absurda y carente de profesionalismo como se llevó a cabo, ya que todo permite inferir que el procedimiento se cumplió no para rescatar a los funcionarios, sino para aniquilar al M-19.

Ese es el quid de la situación. Y eso me hizo escribir en el periódico “El Espectador”, en el segundo aniversario de la tragedia, que los miembros del poder judicial en los días 6 y 7 de noviembre no fuimos más que un montón de basura en mitad del enfrentamiento de dos grupos enloquecidos, cuya consigna no parecía ser otra que el exterminio.

Pero el M-19 fue torpe en su decisión inicial, tal como lo reconocieron sus mismos dirigentes; para luego, como ya es de usanza en el país, terminar pidiendo público perdón por lo errores cometidos, porque sabían también, como buenos cristianos que somos, que correríamos a absolverlos y a aplaudir tan humanitario gesto.

No quiero revivir hechos históricos. Sólo, para mi propia tranquilidad, paso a formular una serie de interrogantes, con la esperanza de que alguien me los responda adecuadamente, porque durante la investigación, o no fueron respondidos o lo fueron amañada y caprichosamente. Así, entre éstos, pregunto y conmigo lo hacen muchos otros:

¿Por qué si la toma fue sorpresiva para las autoridades, éstas llegaron al Palacio como si hubieran estado esperando al M-19 a la vuelta de la esquina?

¿Por qué se retiró la guardia del Palacio tres días antes de la toma, a sabiendas de las serias amenazas de la guerrilla y de los extraditables?

¿Por qué el señor Presidente de la República no le quiso pasar al Dr. Reyes Echandía y le encomendó ese encargo al Gral. Delgado Mallarino, quien también le prestó oídos sordos a su amigo y colega en el profesorado del Externado?

¿Por qué se le disparó un cañonazo al frontispicio del Palacio?

¿Por qué para rescatar a los rehenes que estaban en poder del M-19 el día 7 de noviembre en el baño situado entre los pisos segundo y tercero, se dinamitó la pared nororiental de éste y se disparó hacia dentro sin medir las consecuencias?

¿Por qué el juez 78 de Instrucción penal militar, sin estar a cargo de la investigación y mediante oficio #1342, le pidió a Medicina Legal que entregara todos los cadáveres recién llevados a la Morgue, todavía sin identificar, porque dizque la inteligencia militar había detectado un nuevo plan del M-19 para rescatar los cadáveres de Almarales y sus compañeros?. ¿Ignoraba quizás ese funcionario que por orden de la Procuraduría ya el cuerpo de aquél le había sido entregado a su señora esposa? (a fls 53 y 54).

Se sabe que esa orden se cumplió con especial premura y fue así como se entregaron 23 de los 25 cadáveres, como se dijo, sin identificar aún. Como se sabe también que ese mismo día fueran sepultados en fosa común, por orden de la policía, como “NN”, en el cementerio del sur. (a fl 53). ¿Por qué ese afán?.

¿Qué pasó con los empleados de la cafetería? ¿Qué, con las dos guerrilleras que estuvieron en la Casa del Florero la noche del 6 de noviembre y que se perdieron como por ensalmo? Es bien sabido, además, que el Estado recibió múltiples condenas por estos hechos.

¿Por qué unos días después de los hechos trágicos, con un Palacio en ruina total por el incendio y los cañonazos, se ordenó lavar el baño trágico? Se me dijo por los empleados de la Edis, que habían recibido la orden de un oficial porque dizque estaba muy sucio. ¿No sería tal vez para borrar lo indicios que permitían inferir que los agentes del orden habían disparado, luego de dinamitar su pared nororiental de afuera hacia dentro y de abajo hacia arriba? ¿Esa fue la otra operación rescate que destacaron los investigadores?

Sobre la pared dinamitada del baño, el señor Consejero Samuel Buitrago Hurtado, militarista y de ultra derecha, quien me merece todo crédito, dijo que como consecuencia de ese tiroteo murió Horacio Montoya Gil, ilustre Magistrado de la Corte Suprema, luego de que la fuerza pública dinamitara dicha pared.

¿Por qué se quitaron las puertas de lámina metálica de los cubículos de los inodoros, que estaban en el mismo reducto? ¿Sería porque en éstas se veían claramente que los disparos se hicieron desde el exterior?

¿Por qué en la alocución presidencial del día viernes siguiente, el Presidente, para acallar las versiones de que las fuerzas armadas le habían dado un golpe de Estado virtual, sostuvo que para bien o para mal él había dado todas las órdenes? ¿Y por qué luego, un año aproximadamente después, ante un juez investigador, señaló que el operativo había estado a cargo exclusivamente de los militares y que la responsabilidad era de éstos?

¿Por qué las autoridades militares iniciaron las diligencias instructivas, para las cuales no tenían competencia, sin esperar que los funcionarios judiciales competentes cumplieran lo que legalmente les correspondía hacer? (a fl. 51).

¿Por qué en las diligencias preliminares, luego de que los militares entraron a sangre y fuego al baño del costado norte (entre el 2º y 3º piso), ni siquiera se tomaron la molestia de contar los cadáveres que allí se encontraban?

Se formula este interrogante porque uno de los oficiales que intervino en el operativo, el capitán Rafael Mejía R., orgánico de la Escuela de Artillería, en su declaración afirma que ese mismo día “al entrar al sector de los baños encontramos aproximadamente de 10 a 15 guerrilleros “totalmente muertos”, también se encontraron aproximadamente unos 5 civiles, entre ellos unas 2 mujeres y sus cuerpos estaban sin vida (a fl. 51).

¿Por qué se dijo que el magistrado Montoya Gil había muerto por fuera del baño, cuando el ex consejero Buitrago Hurtado, quien permaneció hombro a hombro con él durante toda la jornada, declaró durante la investigación que éste había fallecido cuando se dinamitó la pared del baño y las autoridades dispararon hacia adentro del mismo? En esta declaración se lee: “posteriormente… el ejército con sus armas abrió una tronera por la pared vecina a los lavamanos y allí hubo un intenso tiroteo que provocó bajas entre los rehenes”. (a fl. 46)

Otro testigo, en ese mismo sentido, cuenta que “adentro del baño no sonó ni una bala, toda la bala venía de afuera (a fls. 46). Los guerrilleros nos cuidaban y nos defendían, en ningún momento los guerrilleros atentaron contra nosotros al menos que yo haya visto”. Joaquín Pérez, otro de los testigos, en su declaración anota, al preguntársele si los guerrilleros habían disparado contra los rehenes: “yo no vi que dispararan, pero vi que la pared fue rota, porque la policía o el ejército la rompieron, yo alcancé a ver el roto y dispararon de afuera hacia dentro” (a fls. 46).

Este es, en fin, el panorama de una crónica inconclusa; un poco incoherente por la angustia que aún me queda en el corazón. No pretendo con estas palabras molestar a nadie. Sólo busco, así, aunque parezca absurdo, hacer un homenaje a las víctimas, porque por lo menos éstas merecen que las absuelvan de los crímenes que otros cometieron los días 6 y 7 de noviembre de 1985.

Pero de lo que sí estoy seguro es de que siguen vivas en el recuerdo personas de excepcionales condiciones como Alfonso Reyes Echandía, Horacio Montoya Gil, Darío Velásquez Gaviria, Manuel Gaona Cruz, Ricardo Medina Moyano, José Eduardo Gnecco Correa, Carlos José Medellín Forero, Alfonso Patiño Roselli, Fabio Calderón Botero, Pedro Elías Serrano Abadía, Fanny González Franco, Carlos Horacio Urán, Luz Stella Bernal y otras; como también merecen especial recuerdo los demás ilustres y destacados magistrados y funcionarios que perecieron en esa fecha; los que conformaban un equipo humano que el país no ha podido reemplazar del todo y cuyas muertes siguen marcando nuestra progresiva decadencia.

REFLEXIÓN FINAL. Me hubiera gustado escribir en otro tono. Pero, aunque traté de hacerlo, la realidad y mi propia angustiada convicción terminaron ahogando mi pobre vena literaria.

Para algunos, entre los que me cuento, la tragedia del Palacio dividió en dos la historia judicial del país y su ordenamiento jurídico. Antes, la ley tenía normales validez y credibilidad; el país creía en las garantías ciudadanas y los colombianos, con nuestras obvias limitaciones, sentíamos y sabíamos que estábamos en un Estado de Derecho.

Luego, todo se derrumbó en ese mes de noviembre. Los jueces, a partir de éste, parece que terminaron aceptando ser inferiores a las instituciones mismas y la ley se convirtió en un rey de burlas. La garantía del debido proceso ha venido perdiendo vigencia y, con esto, las acciones y las vías establecidas por el legislador para el reclamo de los derechos. Y hasta la nueva Carta, quizás con el sano propósito de frenar ese caos, reguló una serie de derechos que desbordaron nuestra propia comprensión, sin contraponerlos a los deberes y obligaciones correlativos; permitiendo así que la Corte Constitucional terminara pensando, quizás por influencias de un derecho foráneo no adecuado a nuestra idiosincrasia, que ya no era la guardiana de la integridad de la Constitución, sino que ella era la Constitución misma. Y por eso, dentro de su lógica, legisla, imparte justicia en todos los campos y administra.

Esto lo digo con todo el profundo respeto que me merece esa Corporación. Pero, desde mi cátedra solitaria, estimo que en este campo también nos hace falta autocrítica.

Lo único que me queda como balance, es que sigo creyendo, con Tomás y Valiente, que el hombre es lo más importante y que las instituciones se crearon por éste, únicamente para lograr su propia realización y la de sus congéneres. Sostener lo contrario, es negar nuestra propia existencia y nuestra razón de ser.

El país no se ha podido reponer de la tragedia del Palacio. Los caídos en esa oportunidad, que conformaban un grupo de juristas de excepcionales condiciones profesionales y humanas, no se han podido reemplazar del todo.

Creo, para terminar, que no podemos olvidar lo sucedido para que la historia no se vuelva a repetir.

domingo, 6 de junio de 2010

Breve espacio a la política

Estaba pensando que la derecha es todo lo opuesto a la energía y a la evolución: la derecha se creó, no se destruye y jamás se transforma. O no, porque la derecha por sí misma no es nada, hablemos entonces del ideario político y de quienes lo practican.
En Colombia, por ejemplo, el totalitarismo que unánimemente nos quieren proponer las mayorías ha llegado a tal extremo, que quienes somos de izquierda hemos optado por resignarnos y preferir una extrema derecha bien estructurada y decente, como el caso de Germán Vargas Lleras, o una derecha moderada, como la del profesor Antanas Mockus. Y es que, como decía alguien en una de las redes sociales que frecuento, el temor que lograron generar entre Hugo Chávez y Álvaro Uribe sobre la posibilidad de un gobierno de izquierda (ni siquiera totalitaria) es tal en Colombia y en otros países, que los empresarios y la gente más poderosa, sabemos, han hecho y harán lo imposible para evitar que algo distinto a lo que ellos representan llegue a gobernarnos. Esto fue lo que claramente sucedió en México con el caso de Andrés Manuel López Obrador (documental).
En el caso de éste, recuerdo haber sentido profunda admiración por él cuando se desempeñaba como jefe de gobierno -alcalde- de la Ciudad de México, y también durante su trayectoria como candidato a la presidencia. De repente, sin darme cuenta, empecé a odiarlo... es que ver Televisa, como dijo Carlos Monsiváis, te idiotiza. No sé en qué momento empecé a verlo como un lunático demente que sólo ambicionaba sin medida el poder. Tal vez sea porque, tanto aquí como allá, nuestros medios de comunicación, siempre al servicio de quien está en el poder y viceversa, se han dedicado a desdibujar a personajes adversos a ellos con toda la parsimonia del caso. Claro que decir desdibujar de por sí es un eufemismo, porque la palabra más precisa sería satanizar; los satanizan desmoralizándonos, menoscabando nuestro espíritu, medrando nuestro ser. Su propaganda es muy útil porque me atrevo a decir que cualquier persona es vulnerable de caer en sus trampas. Cualquiera. En mi caso, no he llegado a detestar a Piedad Córdoba porque es una persona a la que conozco plenamente: sus ideales políticos y éticos distan bastante de lo que los medios colombianos y las personas devotas del presidente Uribe quieren presentarnos como una realidad.
Hugo Chávez, por su parte, desacredita a sus opositores, los insulta, se burla de ellos, los degrada y los humilla, cuando no es que les expropia sus pertenencias o los mete presos. Eso es derecha; derecha extrema. Como es derecha lo que hay en Cuba y eso que hubo en Rusia. Para esta gente, como dije en un principio, las cosas, los conceptos, la verdad, son estáticos. En el caso de Rusia, basta con mencionar que, al igual que en Cuba, sólo es verdad lo que ellos interpretaron de Marx y de los ideólogos que vilmente tergiversaron y utilizaron para sus fines. Cualquier producto o pensamiento disímil es castigado con la cárcel u otros métodos ominosos para degradar al ser humano. Lo que sucede en Venezuela, por otro lado, es más ridículo porque el Comandante pretende hacer para sí un Bolívar socialista (por algún motivo le tiene miedo a la palabra comunista) acorde a sus disparates y caprichos; para él, erigir estatuas de asesinos consumados es hacer la revolución. Cree que matar en nombre del antiimperialismo no es matar, que son héroes todos los que, como Guevara, acribillaron y terminaron acribillados en nombre de revoluciones que en todos los casos terminaron por traicionar la voluntad del pueblo, atropellándoles sus derechos más básicos.
Los daños colaterales inconmensurables que generan gobiernos de este tipo terminan por afectar a personas como López Obrador, Mockus y otros líderes que representan alternativas en América Latina. Para personas como Uribe y Ardilla Lüle, Carlos Salinas de Gortai, Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego resultan siendo sumamente útiles este tipo de personajes. Claro, para ellos y sus propagandistas. En su obstinamiento por no dejar el poder acuden a la propaganda negra, a la calumnia, al abuso de la palabra terrorista, eso ya se sabe; pero aunque se sepa, nunca dejará de ser repugnante, y uno tiene que repetírselo para no ir a caer en sus juegos, por pura salud mental. Así, Venezuela se ha convertido en el paradigma para espantar a todo aquel que alguna vez tuvo la intención de votar por determinado candidato sólo porque al oficialismo se le ocurrió vincularlo con Hugo Rafael, Sadam Husein, sepa quién más, termina por "reflexionar" y cambiar de opinión. Del mismo modo Chávez utiliza a Uribe, a Bush, a Calderón para descalificar a cualquiera que pueda competirle en una contienda electoral.
El poder de ellos radica, más que nada, en las mayorías que los apoyan y les creen; abusan de su popularidad, y así como erigen estatuas de libertadores y revolucionarios, también edifican demonios para espantar cualquier tipo de adversario.
Algo tiene que suceder en América Latina. Así como nosotros necesitamos una derecha de transición que permita a la oposición hacerla dignamente, sin el miedo de ser perseguida y espiada, amenazada y amordazada, en Venezuela van a necesitar algo que se les parezca a lo que Chávez llama izquierda para poder llegar a un asomo de la muy utilizada pero jamás practicada palabra democracia.

domingo, 23 de mayo de 2010

La fortuna de ser desgraciada

El ejercicio al que me he sometido en los últimos días para poder producir escritura es el siguiente: dejé de asistir a mis citas diarias con mi psiquiatra y he decidido acumular y guardarme una serie de cosas que me causan dolores profundos -físicos- en el alma. Me obligo a recordar cosas atroces como ese vacío inmenso que me dejó el desamor, y yo misma lo ahondo y lo hago más grande llenándolo de posibilidades que nunca serán porque también lucho por convencerme de que nada, nadie, jamás podrá reemplazarlo a él, ni él regresará tampoco.
Que no se atreva nadie a escudriñar más allá de lo que moralmente está permitido y me llame masoquista, o sádica. Miserable todo aquel que dentro de las letras encuentre un manojo de complejos descritos por Freud o Lacan... o quien sea. Y al gélido infierno enviaría, si tuviera el poder, a todos los imbéciles que tienen por oficio hacer crítica literaria desde el punto de vista de la sociología, la antropología, lo que se ocurra.
Esas son las cosas que me han mantenido alejada de escribir. Saber que hay gente tan tarada que deduce de lo que plasmo un sinfín de cosas sobre mí que ni siquiera yo conozco, y no porque pretenda esconderlas o mi afán sea el de gritar entre líneas que padezco de los mil y un desastres mentales, ni todas esas cosas que están descritas dentro de la narratología y el sinnúmero de artificios que se han inventado para hacer de la literatura todo lo que se quiera, menos algo entretenido, emancipador, tranquilizante, algo que sirva para evadirse por un instante de la realidad y lograr compenetrarse con mundos inimaginables que se crean, a veces, sin siquiera tener la intención de imitar o de engañar. La verdad es que yo escribo con muchas pretensiones, pero nunca con la de hacer arte, y ya me harté inclusive de que me importe si es literatura o no.
Sólo sé que mi dolor es un combustible que aviva el deseo de querer expresarme, así nunca describa exactamente en qué consiste o qué me lo ocasiona, y ese objetivo se va a perder, precisamente, si sigo asistiendo a sesiones psicoterapéuticas y haciéndolo palabras, verbalizándolo que llaman.
Muchas cosas dejaron de dolerme, es decir, de importarme, desde que empecé a desahogarme con palabras salidas desde el aparato fonador y se las comuniqué a una especialista. Desde entonces es menos, muchísimo menos lo que escribo, lo que leo, lo que siento con pasión u odio absolutos cuando algo me gusta o me disgusta. Me volví pragmática y programática con mis problemas, alejándolos en el momento que conviniera, trayéndolos a cuento oportunamente, convirtiéndome en una esclava de mi propia razón.
Creo que era más grato y más esperanzador para mí esconderme en la obra de Benito Pérez Galdós que hacer un uso racional, valga decirlo, de mi razón; porque antes dejaba que la pasión se desbordara y mis instintos se apoderaran de mi afán por leer, por escribir, por crear y por creer y ahora sólo me detengo, como si fuera una máquina, ante los "errores" señalados por la academia y el correcto proceder psicológico.
Sólo espero que mis lágrimas (mismas que no he derramado) y el sufrimiento vivido en este último mes sirvan para compensar la ausencia de esos "escritos memorias, pensamientos y más cosas que se le ocurren a Estefanía, spinoziana irremediable, persona que punza a la gente sin querer queriendo, con plena conciencia pero sin hacerse responsable si alguien distinto a ella termina herido"

miércoles, 12 de mayo de 2010

Y no escribí el libro

Dos, tres, cuatro, cinco, seis... nueve, diez, once y doce. Listo. Creo que el Rivotril tiene un efecto placebo que hace efecto inmediatamente: una vez que saboreo la dosis de gotas que me tocan, con delicioso pero extraño sabor entre dulce y amargo, soy capaz de cosas insospechadas: de bañarme, por ejemplo, o de escribir.
Lo del libro fracasó. Confieso que pensaba hacerme rica (muy rica) escribiendo algo así como una novela o qué sé yo. Sin embargo me había motivado más la lectura de El Secreto y libros por el estilo, a los cuales acudo cuando ni el Prozac, ni el Zolof, ni rezar bastan para volver a creer y tener esperanzas. El caso es que no estaba escribiendo con pasión, pero sí sin compasión con el lector y conmigo, desprovista de todas las cosas que han hecho de mis escritos algo más o menos agradable para quien los lee. Fue, también, porque muchos me dijeron que escribiera, que por malo que fuera, siempre y cuando lo escribiera yo, iba a ser bueno. Creo que la lección es, si puede llamársele así, no escribir por petición de nadie, ni impulsado por otra cosa que no sea el mero afán de escribir a conciencia o inconscientemente, si se quiere.
Alguien me dijo que debo adquirir la capacidad de escribir en la tercera persona del singular si quiero triunfar. La verdad es que he visto blogs bastante exitosos llenos de una terminología que me rehuso a emplear: la palabra "post", por ejemplo, me parece que acribilla a otras que tenemos en nuestra lengua y que son mucho más bonitas. Porque post, en español, es el prefijo que indica después. Tampoco entiendo por qué al fenómeno del Twitter se empeñan en llamarlo algo así como v. 2.o, o es lo que he entendido sin querer preguntar ni ahondar en la estupidez, con el perdón de quienes utilizan esos términos en sus entradas.
Yo, en todo caso, como le dije a un amigo en la madrugada del domingo, no ostento muchos títulos como para ponerme a pontificar sobre lo divino y lo humano. Ya llevo cuatro carreras a cuestas y ninguna la he terminado. No trabajo en ninguna facultad o instituto educativo, ni hay cartones que avalen mis perfiles en las redes sociales, en las cuales, distinto a tantos, no puedo decir, con las abreviaturas que tanto me chocan, que soy ing. (sic) ambientalista, lingüista o comerciante. A decir verdad, si bien soy ciudadana colombiana, no me gusta decir que lo soy, ni tampoco votante, demócrata, beligerante, pacifista, lo que sea por parecer interesante. Sólo puedo jactarme de cosas que ya pasaron de moda como que siempre voto por el Partido Liberal en honor a mis abuelos, nada más.
Por tanto, ¿qué se podrá decir en un libro? Creo que si bien no todo está dicho, hay ya personas destinadas a decir lo que falta, y no soy yo una de ellas.

domingo, 18 de abril de 2010

Las crueldades del corazón y la mente

Ahorita pasé por un lugar cualquiera, y no había nada que me recordara a ti, salvo todo. Entonces me aventuré a imaginar que de repente alguien me llamaba "Tefa", y que volteaba y eras tú. Recreé un posible beso, un posible irnos tomados de la mano hacia el Parque del Poblado, no descarté que, por cortesía, me ofrecieras la chaqueta por si tenía frío, y un montón de cosas que pude haber hecho realidad si cambiara el pronombre personal de este texto y hubiera decidido escribirlo, para mentir haciéndolo una verdad en las mentes de mis lectores que recrean sin importarles si esto es o no cierto. Por lo menos así las cosas hubieran ocurrido, aunque parcialmente, y sólo yo en mi patética soledad sabría que no fue así.
De hecho recuerdo que otra vez quisiste llorar, y yo también. Nos abrazamos muy fuerte, por muy largo rato, y después me diste un beso en señal de consuelo.
Hace no muy poco una persona me dijo por medio de Twitter que, aunque sonara cruel, mi sufrimiento le hacía gozar. Y yo, por qué no decirlo, a veces pienso que Dios te puso en mi camino nada más para eso, para que yo, por medio de tanto dolor, pudiera recrear a los demás con lo que se deriva de todo eso y termino escribiendo. Porque sólo tú me inspiras, sólo por medio de la inmensa frustración que siento de no tenerte, de no poder siquiera tocarte, de saber que no me quieres y que ya no hay chance de nada, ni siquiera de morir -una vez más, como lo logré cuando pude, o más bien, cuando lo logré como pude- y poder, al fin, descansar de tanto amarte y de no tenerte.
Creo que fue muy cruel que me hubieras dicho que querías vivir para siempre conmigo ahorita. Lo hiciste una vez, de verdad, y lo hiciste hace un momento, en mi mente y de mentiras. A mí me parece que por lo menos dentro de mi imaginario deberías aparecer más realista conmigo y no andarme ilusionando como lo hiciste cuando estuvimos juntos. Al menos te pediría que no fueras tan hermoso, que tus ojos no fueran verdes, ni tu piel color canela. Te suplicaría no tener el cuerpo con el que suelo imaginarte, ni que me trataras con la bondad con que me tratas.
Para rematar, en esa discoteca que puso Juan Gonzalo cerca de mi casa y de la cual se alcanza a oír toda la música, sólo ponen aquellas canciones que solíamos oír juntos. Es como si ese DJ me conociera mis más crasas añoranzas y mis más profundos recuerdos. Había decidido, a pesar de mi masoquismo, no volver a oír ningún tipo de música, pero estoy considerando seriamente que, o estás allá poniéndola, o esto es una afrenta perpetrada por el mismísimo diablo.

miércoles, 31 de marzo de 2010

San Antonio

¿Creo en San Antonio o creo en la fatalidad? Yo prefiero creer en la esperanza, en las causas perdidas, en el santo de Padua, en el que da novios si lo pone uno de cabeza.
Sí, la fatalidad y el realismo me invaden. Si no he podido verlo en siete u ocho años, menos ahora, ¿como por qué? Medellín es una ciudad muy pequeña, pero yo, Estefanía, estoy condenada a su olvido y a no verlo nunca más.
O al menos a eso estaba condenada hasta el momento en el que conocí a San Antonio.
De hecho siempre he sabido de ese santo, pero de sus milagros, de sus prodigios, de sus intervenciones con Dios, sólo hace muy poco. Siento por eso que, pese a que no soy católica, al pedirle algo, no tengo nada que perder, salvo mi cordura.

domingo, 14 de febrero de 2010

Xentimiento

Aunque el día de San Valentín no se celebra en Colombia, a propósito de esta fecha quiero contar la historia de un amor muy grande, que surgió gracias al amor, como surgen todas las cosas buenas.
Todo el mundo sabe que soy hincha del Deportivo Independiente Medellín, hincha a morir, furibunda, de esas de hueso colorado como dirían algunos amigos. Lo que muy pocos saben, o quizá solamente la gente a la que acompañé aquella noche de 1989, es que yo celebré el triunfo de Nacional, nuestro adversario eterno, en la copa Libertadores. No, yo no soy hincha sandía. No tengo nada verde -si acaso, algunos dolaritos, pero de ahí en fuera, nada más. Ni siquiera la marihuana me la fumo verde para que me ponga los ojos rojos, como decía un ex novio mío, porque la marihuana jamás me ha gustado. Lo que pasa es que en mi casa todos eran y siguen siendo hinchas del Nacional: mis amadísimos abuelos, que ya se murieron, y mi tío Rodrigo, que no alcanzó a celebrar ese regalo que le hizo Pablo Escobar Gaviria a su equipo, porque un año antes, gracias a la violencia que propició en la ciudad, fue asesinado a balazos.
Resulta que yo sólo tenía seis años y poco gusto por el fútbol. Distinta a mi hermana, que podía ver partidos completos con sólo tres años, yo no soportaba más de un minuto viendo correr el balón, me aburría, me desesperaba, no le encontraba sentido, y creo que era más porque estaba viendo siempre jugar a un equipo que no me apasionaba, que porque el fútbol me pareciera abstracto. Para entonces no sabía, en realidad, que había otro equipo en la ciudad y que, pese a que no contaba con los títulos del feo verde, podía ostentar de la pasión más grande que jamás ha existido entre equipo alguno y sus seguidores. Y yo, quijotesca desde que me conozco, no sabía de la existencia de aquel séquito, ni de su equipo, como tampoco de sus luchas, sus lágrimas, sufrimientos y derrotas.
Cuando tenía ocho años, conocí a Mauro Correa, el primer hombre al que amé. Y digo amé porque no se trataba solamente de un enamoramiento infantil o un capricho adolescente, a él lo amé desde el primer momento en que lo vi con su camisa roja y azul montado en su moto y subiendo las lomas de La Cola del Zorro en ella hasta el día que conocí a Juan Pablo Ruiz, a punto de cumplir veinte, vestido con camisa blanca y pantaloneta roja. Mauro me enseñó a hacer malabares en bicicleta, quitó de su trono de emperador enano a Santiago Vázquez (hincha del Nacional, el América y cualquiera que ganara) y le dio golpes a todo el que a mí me parecía "malo". Era moreno, musculoso y corpulento desde chiquito, de ojos rasgados y brazos de acero; tenía una nariz horrible, pero, a mis ojos, era encantador. Lo idealicé de tal manera, que aún hoy los hombres de su tipo son los que me gustan, si bien él ya no despierta nada en mí, o acaso sólo recuerdos bonitos de noches párvulas jugando a las escondidas, noches intensas detrás de los árboles dándonos el primer beso, noches negras y de llanto cuando se fue a vivir a otra unidad (por allá en el 98). Como Penélope (la de Ulises y la de Serrat) me quedé esperándolo, pues prometió que regresaría para el Mundial de 2002. Como la Penélope de Serrat, por poco enloquezco y me quedo sentada en la estación esperando a un hombre que ya no era al que esperaba, y a punto estuve de quedarme una vida entera, como la de Ulises, esperando al otro, a Juan Pablo, si no es por un trabajo exhaustivo de psicoterapia y autocontrol que en el momento no viene al caso explicar.
Mauro era hincha del Medellín. Mauro era el mejor jugador en la cancha, el que hacía los goles, el que los tapaba, el que pasaba la pelota para que los hicieran. Mauro nadaba y quedaba campeón. Mauro jugaba tenis y nunca perdía. Mauro, a fin de cuentas, era como mi súper héroe encarnado en muchacho, el hombre con el que soñaba casarme y tener hijos, el que primero me despertó el deseo sexual y construyó las fantasías de esa índole en mi imaginación y mi vientre.
Para el año 2002, el Poderoso, el Deportivo Independiente Medellín, logró colarse a la fincal de la Copa Mustang en su torneo de clausura. Jugaría en Pasto el 22 de diciembre, así que tenía la esperanza de reencontrarme a Mauro en la ciudad que tanto he odiado, tan pequeña para tantas cosas, tan inmensa en cuestiones de reencuentros. Me vestí con una camisa roja y salí al Parque Lleras, a media cuadra de la casa de mis abuelos, a ver esa final. Ah, también me puse unos tenis rojos que se me perdieron en la celebración y no sé cómo llegué a mi casa, tres días después, con unos pares izquierdos. Me enamoré del Medellín y del fútbol. No, todavía del fútbol no, eso fue por culpa de Juan Pablo, yo me enamoré ese día fue del Medellín, como queriendo hacer que el amor que sentía por Mauro desembocara en algo relacionado con él y sus más puros sentimientos.
Meses después, el 8 febrero, me internaron en Alborada. A Juan Pablo lo internaron el 18, y a él también lo amé desde que lo vi. Lágrimas brotaron de mis ojos, no exagero, ni hago hipérboles para magnificar ese momento, en realidad lloré con sólo mirarlo. El porqué no lo sé, si yo no suelo llorar, mucho menos así como así, pero lloré. Y a él, como a todo el mundo, lo reté diciéndole: yo soy hincha del Medellín. Cuando me dijo "yo también, hijueputa", volví a llorar.
Ese año jugamos la Copa Libertadores nosotros. Fuimos juntos a todos los partidos, lo recuerdo bien porque ninguno de sus besos los he olvidado. Me refiero a que, cada vez que Medellín hacía un gol, él me daba uno, me abrazaba con euforia, me apretaba contra su hombro con fuerza y me acariciaba la cabeza. Los goles y las jugadas no los puedo recordar, a mí no me gustaba ver jugar ese deporte, ni tampoco estaba para hacerlo cuando tenía a ese hombre a mi lado: me pasaba los 90 minutos mirándolo a él, contemplándolo, viéndolo comerse las uñas y gritándole al equipo contrario. Recuerdo que antes de un partido con Gremio me regaló una gorra con las tres estrellas que recién ostentábamos. La guardé con más cuidado y recelo que como guardo un balón oficial autografiado por todos ellos y una camisa que regalé de Amaranto Perea también firmada por todo ese equipo.
Él se fue de la clínica, y también de mi vida. Sin embargo, la única manera de serle fiel era yendo al estadio domingo tras domingo, al principio buscándolo, después alentando al Medallo. Aprendí a ver partidos, con el tiempo los disfruté, el Medellín era desde entonces mi único y verdadero amor, al que no querría ni podía serle infiel, al cual le guardaría lealtad, amor y fidelidad eterna en las buenas y en las peores, con el único que me comprometería a entregarme en cuerpo y alma en todas las situaciones y contra lo que ni siquiera el amor de mis abuelos, ni siquiera su memoria, puede luchar. Creo que sólo el amor genera este otro tipo de amores eternos, y por eso, en esta fecha, estoy celebrando ser hincha del Campeón de Colombia.